El presente libro propone una interpretación de la historia contemporánea de Chile centrada en un intento por explicar los factores ideológicos y políticos, nacionales e internacionales, que desembocaron en la dictadura pinocheteana y en los crímenes masivos cometidos por esta. Pretende demostrar que existió una fuerte conexión entre esos crímenes y ciertas ideologías (nacionalistas y corporativistas), las cuales, profesadas desde comienzos del siglo XX por determinados sectores conservadores –civiles y militares–, se mantuvieron por mucho tiempo en la marginalidad. El texto procede a reconstruir la historia política de Chile de la segunda mitad del siglo XX y de las primeras dos décadas del siglo XXI.
En palabras de Martín Ríos: Encontrarnos con La Voz de Aliento esa “medianoche en la historia” como perspicazmente definió Víctor Serge a esa época. A pesar de todo, se insiste, en que es posible una voz de aliento y una promesa lejana. ¿Cómo la memoria y la escritura pueden llegar a ser una voz y una promesa en tiempos de penuria? ¿A qué se compromete una promesa cuando promete? O, permítaseme traer a presencia un verso del himno “Pan y vino” de Hölderlin que pregunta de forma inquietante ¿Y para qué poetas en tiempo de miserias? ¿En qué parece consistir –entonces- esa alarmante miseria epocal que, cuando menos, pone en entre dicho la escritura? ¿Cuánto es posible prometer en tiempos de penuria?”
La Voz de Aliento
Jorge Polanco Salinas
Ensayo, 2016 – 12 x 18 cm – 128 páginas
ISBN: 978-956-9301-19-3
En palabras de Pablo Aravena: “Mediante una verdadera genealogía del presente los autores de este libro nos muestran cómo es que la realidad de Valparaíso no fue siempre la de hoy. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que la ciudad recibía parte de la riqueza que generaba el puerto. Un tiempo en el que en Valparaíso había trabajo, no solo en el puerto, sino que derivado de esta misma actividad, en diversas industrias y comercios. Una época que, lejos de desaparecer “naturalmente”, lo hizo a partir del momento en que la organización de los trabajadores ya no pudo influir más en el Estado, pues este quedaba ahora a plena disposición de las antiguas fortunas nacionales, los nuevos empresarios que asumían las funciones de un Estado en desmantelamiento y de los grupos económicos trasnacionales. Esta es la “nueva época” que se inicia en septiembre de 1973. Este libro es una lectura imprescindible para cualquier espíritu crítico que se avecine a la ciudad.”
Estiba y desestiba: Trabajos del Valparaíso que fue (1938-1981)
Valentina Leal y Carlos Aguirre
Ensayo histórico 20120- 16 x 21 cm – 158 páginas
ISBN: 978-956-9301-53-7
En América Latina, la adopción tanto del tercermundismo como del No Alineamiento fue más lenta que en los otros continentes. En tanto sensibilidad e ideología, el tercermundismo arremetió con fuerza en los años sesenta. El No Alineamiento, en cambio, solo despuntó en los años setenta. Este libro postula que la política exterior de un conjunto considerable de países del continente giró hacia el No Alineamiento y de esa manera cristalizó un nuevo paradigma de acción internacional. Y que tal giro tuvo su origen en la penetración ideológica del tercermundismo, situada en los años sesenta. Tras una década de “exposición” a las ideas y a la sensibilidad tercermundistas, los Estados de América Latina decidieron ingresar en masa al Movimiento, inaugurando así una era de intensa búsqueda de autonomía internacional.
Tercermundismo y No Alineamiento en América Latina durante la Guerra Fría
Germán Alburquerque
Ensayo histórico, 2020
16 x 21 cm – 228 páginas. ISBN: 978-956-9301-575
¿Qué ha pasado en Chile? (1)
Pablo Aravena, Claudio Pérez, Germán Alburquerque (2)
Osvaldo Fernández (3)
Claudia Rojas (4)
Pablo Aravena, Claudio Pérez, Germán Alburquerque (2)
Osvaldo Fernández (3)
Claudia Rojas (4)
(1) Texto leído en el acto de inauguración de las VI Jornadas Internacionales de Problemas Latinoamericanos: los movimientos sociales, políticos y culturales democráticos frente a la restauración neoliberal. 27 de noviembre de 2019. Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Facultad de Humanidades y Educación, Universidad de Valparaíso, Chile.
(2) Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso. pablo.aravena@uv.cl claudio.perezsil@uv.cl german.alburquerque@uv.cl
(3) Instituto de Filosofía, Universidad de Valparaíso. ofd1935@gmail.com
(4) Departamento de Trabajo Social, Universidad Tecnológica Metropolitana. c.rojasm@utem.cl
El Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 no fue un cuartelazo más, tampoco buscó irrumpir en el escenario político nacional con el objetivo de reconfigurar y ampliar el bloque de alianzas políticas del entramado opositor al gobierno de Allende en miras a su renuncia. Menos aun, se levantó con el objetivo inmediato y único de restablecer los poderes y privilegios perdidos por sectores de la clase dominante chilena durante el gobierno de la Unidad Popular. El Golpe de Estado de septiembre de 1973 fue una intervención militar completa, pensada y materializada por el conjunto de las Fuerzas Armadas y de Orden con el objetivo de reconfigurar la sociedad chilena sobre nuevas concepciones sociales, políticas y económicas. Fue, por tanto, una refundación.
En función de dicho objetivo, la dictadura se articuló política, ideológica, social y militarmente a través de una amplia alianza de fuerzas -principalmente anticomunistas- y bajo una lógica represiva totalizante e integral enmarcada en los cánones de la Doctrina de Seguridad Nacional y la estrategia de contrainsurgencia. Dentro de estos marcos se llevó adelante la más amplia y contundente ofensiva represiva en contra de los principales referentes políticos de la izquierda chilena, así como de las distintas expresiones del movimiento popular chileno.
El Estado chileno nacido a partir del propio Golpe, asumía la conducción política-militar y operativa sobre el proceso represivo. Para ello, se implementó sistemáticamente un tipo particular de represión que escapaba a los tradicionales mecanismos y formas represivas con las cuales el Estado, las clases dominantes y las fuerzas de seguridad, en distintas etapas de la historia de Chile, habían enfrentado el protagonismo del movimiento popular y la izquierda chilena.
En este contexto, se da paso a la detención y desaparición de personas, así como a las ejecuciones de detenidos, al exilio masivo de miles de chilenos y chilenas, la prisión política y tortura sistemática de los detenidos y detenidas, la mayoría militantes de partidos de izquierda con fuerte arraigo en la clase trabajadora organizada, el mundo sindical, campesino, el movimiento de pobladores y estudiantil. Todo a objeto de terminar, entre otras cosas, con los estrechos vínculos construidos históricamente entre las expresiones orgánicas del movimiento popular y los referentes políticos de izquierda, garantizando de esta forma el aislamiento de las organizaciones políticas y su capacidad para reconstituirse al alero de las dinámicas del movimiento popular. El terror, expresado como terrorismo de Estado, fue entonces la forma preferente y uniforme para frenar todo intento de rearticulación política social o de resistencia a la dictadura. Lo anterior, con la finalidad de desmantelar y aniquilar las estructuras partidarias, reduciendo con ello cualquier posibilidad o intento de rearticulación política efectiva. Una vez logrados estos objetivos, las condiciones político-sociales para la refundación capitalista y la construcción de la nueva sociedad estaban garantizadas. A nuestro juicio, este es el papel central de la represión llevada adelante los primeros años de la dictadura.
Sostenemos de igual forma, que las Fuerzas Armadas que impulsaron el golpe de Estado y dieron forma y contenido a la dictadura, no se encontraban solas en este objetivo refundacional. Se aglutinaron y cohesionaron con ellas la Corte Suprema de Justicia; los sectores tradicionales de la sociedad chilena en torno a la oligarquía terrateniente; el grueso de la burguesía financiera y comercial y los sectores industriales.
De igual forma, fueron parte del entramado golpista, importantes sectores de las capas medias (aunque luego se sumaron a la oposición de la dictadura, sobre todo en el marco de la crisis económica de inicio de los años ochenta y en el contexto de las movilizaciones populares desde 1983 en adelante). Particularmente, los sectores articulados en los colegios profesionales como el de abogados, médicos, ingenieros y profesores. Así como transportistas y comerciantes. Desde el punto de vista político, destacan los apoyos irrestrictos de la totalidad de la derecha chilena y de una parte importante de la Democracia Cristiana, encabezada políticamente en ese entonces por el ex presidente Eduardo Frei Montalva y por Patricio Aylwin Azocar.
Con este entramado de fuerzas y apoyos, la dictadura llevo adelante la refundación de la sociedad y la economía chilena en torno a la matriz neoliberal. La nueva economía, reforzó el carácter dependiente y exportador de materias primas. Fomentando la inversión extranjera (aparte del cobre) en las áreas forestales, de pesca y agroindustrial. Se privatizaron las empresas del Estado y se privilegió la importación de manufacturas, ahogando y terminando con gran parte de la industria nacional.
Los cambios económicos con mayor impacto sobre la población se encuentran en el área de los servicios. Se traspasó la previsión social a entidades privadas (Administradoras de Fondos de Pensiones (AFPs), misma situación para el sistema de Salud y Educación. Los resultados inmediatos de estos procesos fueron la cesantía de miles de trabajadores y trabajadoras y la desproletarización de un segmento importante de trabajadores urbanos.
Pero sin duda, la obra que consolidó a la dictadura y fijó la ruta principal de la refundación capitalista en Chile fue la Constitución Política de 1980. Este ordenamiento, en lo fundamental y a modo de herencia, configuró a la sociedad chilena en torno al mercado, la eliminación de todo lazo solidario y su recambio por la competencia entre individuos. Estableció los criterios y marco formal por el que se debía desenvolver el régimen político y la sociedad chilena hasta nuestros días.
Nuevas investigaciones dan cuenta de la continuidad irrestricta, así como del perfeccionamiento, del modelo neoliberal a partir de los denominados gobiernos democráticos. Privatizaciones de empresas estratégicas, carreteras, puertos, recursos naturales, agua y litio entre otros, son sin duda los principales. De igual forma, reforzaron la economía primaria exportadora y se llevaron adelante importantes ajustes, léase profundización, al legado económico de la dictadura mediante recorte del gasto social y subsidios a empresas privadas y entrega directa de millones de dólares anualmente a la salud privada (a través del Plan Auge), y al sistema privado de educación superior (a través de Crédito con Aval del Estado), y hasta hoy mismo con el fallido resultado de las demandas de gratuidad de la educación. Paradojalmente dada como respuesta al movimiento estudiantil del 2011 (importante precedente del malestar social para comprender el actual estallido social), pero en donde lo que resultó fue que los privados han sido los principales beneficiarios: la gratuidad resultante fue un boucher al portador, que han sabido captar mejor las universidades privadas, de modo que el Estado les transfiere directamente grandes sumas por prestar sus servicios a un estudiante-cliente.
En democracia se llevó adelante la más importante operación política y cultural en favor de una ideología de consumo a ultranza, el ciudadano fue reemplazado por el consumidor, destruyendo con ello las antiguas bases y concepciones en torno a una sociedad de derechos sociales. Todo este proceso de “ingeniería política” se desarrolló, al igual que en dictadura, reprimiendo y aislando en paralelo a los actores de las diversas demandas sociales que cuestionaban la pérdida de derechos sociales y la mercantilización de la vida, y peor aún, a través del terrorismo de Estado como en el caso de la represión al pueblo mapuche con burdos y sangrientos montajes. Pero dicha operación cultural permeó a la sociedad entera incluida sus instituciones: los últimos años hemos asistido al destape de escandalosos casos de corrupción de las FFAA, Carabineros, Aparato Judicial, Colusión monopólica de grupos comerciales y empresariales, etc. Paralelamente la Institución que había arbitrado en última instancia (la iglesia católica) va en un proceso de caída de su autoridad que parece no tener vuelta.
A grandes rasgos en este contexto acontece el llamado “estallido social” (el octubre chileno). Acontece como un fenómeno telúrico: todos sabían que se produciría (había “energía” acumulada), pero nadie podía decir cuando ni con qué intensidad. Con energía acumulada nos referimos a dosis tremendas (insoportables) de malestar derivado del sometimiento de gran porcentaje de la población chilena a lo que se llama “violencia estructural” o “violencia objetiva”, ese tipo de violencia imperceptible por vía de su naturalización, un tipo de violencia que es condición del funcionamiento del modelo: en una palabra la precariedad material y simbólica de una mayoría a la que el neoliberalismo somete como condición del enriquecimiento obsceno de unas minorías, la usurpación de las riquezas nacionales y la destrucción del medio. Hasta este momento podemos contar motivos y razones del estallido, pero tarea más detallada y exigente es decir por qué ahora, no antes (quizá el detonante se esconda en aquello que consideramos anecdótico o irrelevante para el análisis). Otra cuestión es tratar de dar cuenta de la magnitud de violencia “de la calle” que hemos visto brotar en una magnitud inédita, cuya única medida quizá sea a magnitud de la violencia estructural de nuestra sociedad. Puede sonar extraño, pero solo esta violencia de la calle nos ha hecho representarnos la violencia intrínseca a nuestro sistema. Parece que a ratos nos asustaos de nosotros mismos. Y como respuesta no puede venir sino una inédita violencia policial, casi inverosímil.
La respuesta institucional ha sido un Pacto de Paz y promesa de nueva constitución sellada por unos partidos políticos y parlamento absolutamente deslegitimados. Pacto que sucede luego de que el presidente de Chile manifestara estar en una guerra, luego del estado de excepción y toque de queda, luego de veinticuatro muertos, luego de más de doscientas mutilaciones a manifestantes (la gran mayoría estudiantes que han perdido la vista), pacto al que se llegó apurado por al menos el alto mando de la Marina, tal como lo ha confesado recientemente en un programa de prensa el senador Jun Ignacio Latorre, quien dice haber recibido llamadas de tal alto mando diciendo que “se acababa el tiempo”. Se trata entonces de un pacto al menos ilegítimo en su origen, y no sabemos aún a ciencia cierta que tan conveniente en sus términos, pero un pacto que en lo inmediato implica también un gran riesgo para la gente que ha quedado al margen de él, para quienes siguen manifestándose, pues cerrado este nuevo pacto quedan en un “afuera”, en una suerte de nuevo Estado de Naturaleza que predeciblemente el gobierno busca tiranizar prontamente. Después del pacto quienes están en la calle corren más peligro que antes. Pero no pueden ser sacrificados ni menos auto sacrificarse. (Quisiéramos pensar que esta denuncia servirá en algo para ello)
Pero en la tarea reflexiva de establecer una suerte de genealogía de la coyuntura actual no podemos aislar lo que fue sin duda un precedente, o más bien momento precursor fundamental, nos referimos a la nueva ola feminista, que estalló en Chile el 2018, y que se conoce como “mayo feminista”, movimiento con precedentes globales, pero cuya magnitud local nadie pudo prever.
La irrupción de este movimiento constituye un acto de recuperación de la “historicidad feminista del siglo XX”, es decir, el retorno en las nuevas generaciones de mujeres y de feministas, de la utopía y de la voluntad de construir una sociedad democrática, cuyo pilar fundamental sea la inclusión de las mujeres en todos los ámbitos sociales, políticos, económicos y culturales. Historicidad acallada, manipulada e invisibilizada. No es casual que el movimiento feminista de 2018 no conociera, por ejemplo, las luchas del Movimiento pro Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH) de los años treinta y cuarenta, por ejemplo. Resultan insuficientes aún los estudios realizados acerca del real impacto que ha significado el accionar del movimiento de mujeres y en particular del movimiento feminista en la historia de Chile y las estrategias articuladoras que se han aplicado para avanzar en torno a un programa visionario y emancipador, probablemente se deba a que continúa predominando una cierta amnesia acerca del papel de las luchas feministas en la historia política de Chile.
Sus principales demandas surgieron desde las estudiantes universitarias y se hicieron en gran medida transversales. Según las encuestas de aquel momento, el 71% de la ciudadanía las apoyaba. Más de 25 universidades, entre públicas y privadas estuvieron en toma entre abril y junio de 2018. Las demandas feministas iniciales tuvieron que ver con el “abuso” en general, hecho carne en las relaciones interpersonales. Específicamente el acoso y/o el abuso sexual; la violencia de género; la urgencia de educación sexual y del ejercicio de la sexualidad responsable; relaciones sociales con enfoque de género; enfoque de género respecto de los perfiles de egreso y respeto a la diversidad sexual; servicios higiénicos universales; uso del lenguaje inclusivo y aceptación del nombre social de cualquier persona transgénero no binaria; bibliografía feminista de las distintas disciplinas; creación de oficinas de género en las universidades; plantel de profesores con al menos un 20% de mujeres en cada Departamento; Jornadas Educativas con perspectiva de género y Derechos Humanos, entre otras demandas.
Se trató de una revuelta sin precedentes, fue calificada por algunos como la primera gran revolución feminista del país. Hoy el activismo feminista de 2018 continúa y se multiplica, así por ejemplo en marzo de 2019, una gran diversidad de organizaciones, llamaron a la Huelga Feminista, con un éxito rotundo. Lo que empezó con demandas específicas de género se amplió a demandas como la desigualdad salarial, la necesidad de una educación no sexista y su interpelación al orden patriarcal y neoliberal, dejando en evidencia que no es suficiente con desarrollar políticas de género para la integración social de las mujeres al actual orden de cosas, sino que se requiere de una transformación profunda y estructural como lo está demandando hoy día el movimiento social. Se ha escuchado en las múltiples asambleas, marchas y actos público el imperativo de “cambiar la vida” y que “la dignidad se haga costumbre”.
El análisis de Silvia Federici –declarada Doctora Honoris Causa por esta Universidad el pasado año– sobre la situación actual de las mujeres en el mundo pone énfasis en la manera en que la globalización ha afectado directamente sus derechos y las condiciones materiales de la reproducción social. Estos novedosos movimientos feministas están luchando por el sostenimiento de sus comunidades y exigiendo a los Estados una mayor inversión en la reproducción de la fuerza de trabajo así como la salvaguardia de los recursos naturales en contra de su sobreexplotación por el capitalismo. Las feminista de ayer y de hoy han sido articuladoras de rebeldías, de las que somos herederos y herederas, como también de sus numerosas conquistas y de los atributos de su particular liderazgo, todo lo cual hoy se pone en valor, al tiempo que surgen nuevas problemáticas y conflictos. Por ello, en palabras de Sofía Brito, dirigente del “mayo feminista”: “Sin feminismo no habrá política posible, sólo repeticiones, reiteraciones, con empaques novedosos, deconstruidos, pero que terminan siendo más de lo mismo”.
Desde luego no es casual tampoco que los movimientos del 2011, 2018 y 2019 hayan tenido como escenario las universidades. Sobre todo las públicas, una de las instituciones en donde se viven con mayor dramatismo las contradicciones entre un ordenamiento institucional estatal y las exigencias de funcionamiento del neoliberalismo.
Hasta el período de la dictadura militar, la universidad chilena era, principalmente, estatal, pública y gratuita, porque según los principios del “Estado docente”, la educación era un deber del Estado y un derecho de los ciudadanos y ciudadanas. La aplicación brutal de los principios neoliberales, que se impusieron en Chile durante el período de la dictadura estableció la subsidiariedad del Estado como principio regulador de toda la función pública. Así, como ya hemos dicho, la previsión, la salud y la educación pasaron a ser regidas por el mercado. Lo que implicaba su privatización, y la introducción en ellas del incentivo económico: el lucro. Entonces surgieron, en la previsión las AFP, en la salud las Isapres, y en la educación superior, las universidades privadas con fines de lucro.
En la educación superior esta política comenzó, con la intervención directa de las universidades por las Fuerzas Armadas. La dictadura designó rectores delegados y pasó a controlar las distintas universidades chilenas. Buena parte de la planta docente fue expulsada, reprimida y perseguida, debiendo salir al exilio. En segundo lugar, se instaló un proceso de desmantelamiento y fragmentación de la Universidad de Chile, que de ser una universidad nacional paso a ser local y limitada a la región metropolitana. En tercer lugar se intentó eliminar de la formación universitaria todas aquellas disciplinas que pertenecían al ámbito de las humanidades, como la filosofía, la historia, la sociología, etc. En cuarto lugar, se aplicó un rápido proceso de reducción del aporte fiscal que durante los últimos años de la dictadura bajó en un 50%, dejando un vacío en el presupuesto universitario que debió ser llenado con el aporte de las familias de quienes estudiaban. La llegada de los gobiernos de la Concertación culminó este proceso, eliminando el otro 50%, y lo que era la Universidad estatal y pública chilena, dejó de ser una universidad gratuita, para convertirse también en una institución librada al lucro.
Desde ese momento la mayoría de los males que aquejan a nuestras universidades vienen de este hecho. Alumnos y alumnas endeudadas de por vida, sometidos a la represión bancaria por la morosidad en sus pagos; eliminados de las universidades por no pagar, cuotas de alumnos por curso dictadas por lo que es económicamente más rentable; la aparición de los profesores honorarios (los llamados profesores taxis: prestadores de servicios externos), reducción del académico que tenía obligaciones universitarias en el plano de la docencia, la investigación y la extensión, a la mera condición de docentes. Por otra parte la investigación dejó de ser una actividad propia de la unidad académica, a través de un aporte regular de fondos, para pasar a ser centralizada a nivel nacional, fuera del espacio específicamente universitario, y regulada por concursos anuales, cuyos criterios de selección siguen siendo ajenos a los intereses de las unidades académicas y muchas veces a los propósitos de las mismas universidades. Por último, la extensión que significa la salida de la universidad al medio quedó reducida al márquetin.
Por otra parte la relación que en el ámbito de la educación superior existía entre profesor y alumno pasó a ser regida por el dinero, y el alumno se transformó en un cliente y la educación en un bien de consumo, que quien lo quiera debe pagarlo, y caro. El dinero invadió así de lleno la esfera de la educación, y pasó a regularla. La universidad chilena quedó reducida a la condición de una empresa que vende sus productos a un tipo de clientes que son los alumnos. La condición de alumno-cliente se universalizó, no solo a nivel de pregrado, sino también en el posgrado. Diplomados o actividades de extensión, se hacen buscando rentabilidad. La formación continua, la proyección de la universidad hacia quienes no pudieron pasar por sus aulas, el perfeccionamiento, todo está regido por las leyes de la ganancia. La marca del neoliberalismo es una huella que será muy difícil de borrar en la educación superior chilena, porque ha convertido la calidad en cantidad. Si una práctica pedagógica regida por criterios de calidad supone pocos alumnos por profesor, la ley del mercado impuso criterios cuantitativos económicos que impone que haya muchos alumnos por profesor, avanzando a los límites más negativos de esa práctica, es decir que la clase debe ser principalmente expositiva. De donde se desprende que no podremos hablar de calidad en la educación chilena mientras la práctica pedagógica misma esté regida por criterios cuantitativos. Los alumnos deben escuchar, no investigar.
Pero no solo la ley de la ganancia, es hoy en día la marca distintiva de las universidades chilenas, también están aquejadas por una carencia de democracia que es resultado directo de la huella que la Dictadura militar dejó en ellas. De los tres segmentos que comprende la vida universitaria, solo los profesores, y con gran dificultad, han podido estar presentes en la gestión universitaria, pues tanto los alumnos como los administrativos, que son los otros estamentos básicos de la comunidad universitaria, quedaron excluidos e imposibilitados por ley. El otro componente de este déficit de democracia universitaria, atañe a la forma como se dirimen los asuntos universitarios. El sentido de la gestión de lo que podríamos llamar el poder universitario. Los criterios democráticos que tanto la reforma universitaria de 1968, como el período de Allende habían instalado en las universidades, y que se distribuía entre la comunidad universitaria, buscando un equilibrio entre la decisión unipersonal y los cuerpos colegiados, se abolieron para instalar una gestión puramente vertical de poder.
Esta transformación de la educación superior atrajo inversionistas nacionales y extranjeros al lucrativo negocio de las universidades. Las universidades comenzaron a ser tranzadas, cotizadas en la bolsa, compradas y vendidas. Empresarios, consorcios universitarios, connotados personajes de la política nacional, comenzaron a lucrar con la educación superior. No era la calidad lo que importaba sino la rentabilidad del negocio que se estaba haciendo.
El movimiento estudiantil de 2011, (que tomó el relevo de la “rebelión pingüina”) pasó a ser la primera embestida seria en contra del lucro. Si bien no logró erradicarlo, motivó un cierto cambio de mentalidad, un cambió en los criterios del sentido común de la época al respecto. Es decir, la idea que quien quería educarse debía pagar por su educación. Idea popular que tanto la Dictadura como la Concertación habían logrado arraigar en la sociedad chilena comenzó a desaparecer del sentido común chileno. A pesar de lo logrado por ese movimiento el lucro sigue rigiendo. Los gobiernos que se han sucedido desde el 2011 hasta hoy no han logrado erradicarlo, o peor aún lo han acentuado o adaptado, y siguen actuando como si la educación chilena fuera un bien de consumo personal y no un deber del Estado.
* * *
La imagen de Chile como excepción –u oasis según la triste metáfora del presidente Sebastián Piñera– en el panorama latinoamericano nos acompaña ya por siglos. La historiografía nacional se ha encargado de poner en tela de juicio tal afirmación mostrando que nuestra historia tiene de violencia mucho más de lo que nos gusta reconocer; sin embargo, en términos estrictamente comparativos, aquella excepcionalidad tiene base: en el recuento de golpes de estado, de guerras civiles, de masacres, de crisis institucionales, en fin, Chile sale bien parado frente a países donde aquello ha sido recurrente. Por lo mismo, debemos examinar si el estallido social de octubre es nuevo indicio de aquella excepcionalidad o si más bien sintoniza con lo que está ocurriendo en el continente.
El estallido de octubre en Chile, el país manso que gozaba de las mieles de una supuesta y extensa prosperidad económica, ha puesto en jaque al neoliberalismo allí donde parecía mejor entronizado. Que el hecho haya sucedido en Chile marcaría la intensidad de un rechazo que, con matices, se estaría expresando a nivel continental (y hasta mundial). Ahora bien, ese rechazo es respuesta a una ofensiva neoliberal que de forma sigilosa intentaba desplegarse pero que, para su desgracia, no pasó inadvertida.
Una perspectiva histórica sugiere que los países de América Latina experimentan coyunturas críticas de manera más o menos simultánea. Ahí está el nacimiento mismo de estas naciones, cuya independencia fue alcanzada, en su gran mayoría, al cabo de dos décadas. Ya en el siglo XX, la crisis económica de 1929 detonó la aparición del populismo y el eclipse del régimen oligárquico. Más tarde, entre los cincuenta y los sesenta y en apenas cinco años cayeron largas tiranías en Colombia, Venezuela, Cuba y República Dominicana. Luego advinieron las dictaduras militares, de derecha y de izquierda; las transiciones en los ochenta, etc. De manera que no sería de extrañar que estuviésemos entrando en una de esas bisagras de la historia, en el umbral de una nueva época.
Si nos acotamos a lo que ha sido la historia del siglo XXI podemos observar también ciclos que aparentaron empujar a nuestros países en determinada dirección. En la primera década irrumpió lo que se conoce como marea rosa, una cierta hegemonía de gobiernos de izquierda o centroizquierda en un importante conjunto de Estados (Argentina, Brasil, Chile, Venezuela, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Cuba, etc.). Le sucedió una ola conservadora, observable en la segunda década, con gobiernos de derecha o centroderecha en un buen número de naciones; mientras, las repúblicas bolivarianas se articulaban en un sustantivo eje. En los últimos años la restauración conservadora ha adquirido bríos renovados que con Bolsonaro en Brasil y el reciente golpe en Bolivia anunciarían un giro hacia una extrema derecha insuflada, además, de fundamentalismo religioso.
Llegamos así a la coyuntura actual, plena de incertidumbres, donde el rasgo más claro sería el repudio al neoliberalismo, tanto a aquel ya asentado (Chile, Colombia), como al que pretende (o pretendía) reimpulsarse (Ecuador, Argentina, Haití, Paraguay). Una expresión, en cualquier caso, heterogénea y difusa que, si bien brota ante medidas económicas puntuales, esconde tanto si impugna el sistema entero, como si promueve un modelo alternativo.
En términos de política tradicional existe un relativo equilibrio. Hacia la izquierda, al margen de la estoica estabilidad cubana, Nicaragua y Venezuela parecen haber sorteado sus días más críticos, aunque aún se hallan a distancia de terreno sólido. La centroizquierda ve con entusiasmo a López Obrador en México, al electo Alberto Fernández en Argentina, y al liberado Lula en Brasil, pero lamenta el triunfo de Lacalle Pou en Uruguay, que termina con el largo dominio del Frente Amplio. Y en la derecha, pese a que, como vimos, varios gobernantes enfrentan el desafío de protestas y rebeliones, la expectativa es todavía alta por lo que pueda hacer Bolsonaro en Brasil, la autoproclamada Áñez en Bolivia e incluso Vizcarra en Perú. (El gobierno de Lenín Moreno en Ecuador es un caso en definición).
Más allá de las particularidades nacionales, América Latina enfrenta hoy problemas comunes, de larga data algunos, de (relativa) reciente aparición otros. Entre los primeros se encuentran la corrupción, con el agravante de que en estos años se han visto involucrados directamente los propios jefes de Estado; el militarismo o el poder que conservan las fuerzas armadas; la injerencia de Estados Unidos, avivada por Donald Trump y vehiculada sin pudor por la OEA; la marginación de los pueblos indígenas. Entre los segundos, las organizaciones armadas paramilitares, incluyendo el narcotráfico; las oleadas migratorias gatilladas por la pobreza; las operaciones de la banca internacional y las transnacionales; la concentración de los medios de comunicación al servicio de los poderes hegemónicos. Asimismo, se ciernen sobre el continente amenazas transversales, como el cambio climático, los extremismos religiosos, los acuerdos económicos internacionales y la globalización. Párrafo aparte para las nuevas formas de intervención militar (y extranjera): los golpes de Estado son hoy más sutiles, al grado que pasan desapercibidos…
Volviendo a Chile, el estallido de octubre empalma parcialmente con los fenómenos que han emergido en otros puntos de América Latina, sobre todo en lo que atañe al capitalismo y sus ajustes o paquetazos. Pero intuimos que obedece en rigor a una larga acumulación de inequidad, abuso y exclusión que se sincronizó con la lenta reconstitución del tejido social que la dictadura de Pinochet había pulverizado.
El estallido de octubre en Chile, el país manso que gozaba de las mieles de una supuesta y extensa prosperidad económica, ha puesto en jaque al neoliberalismo allí donde parecía mejor entronizado. Que el hecho haya sucedido en Chile marcaría la intensidad de un rechazo que, con matices, se estaría expresando a nivel continental (y hasta mundial). Ahora bien, ese rechazo es respuesta a una ofensiva neoliberal que de forma sigilosa intentaba desplegarse pero que, para su desgracia, no pasó inadvertida.
Una perspectiva histórica sugiere que los países de América Latina experimentan coyunturas críticas de manera más o menos simultánea. Ahí está el nacimiento mismo de estas naciones, cuya independencia fue alcanzada, en su gran mayoría, al cabo de dos décadas. Ya en el siglo XX, la crisis económica de 1929 detonó la aparición del populismo y el eclipse del régimen oligárquico. Más tarde, entre los cincuenta y los sesenta y en apenas cinco años cayeron largas tiranías en Colombia, Venezuela, Cuba y República Dominicana. Luego advinieron las dictaduras militares, de derecha y de izquierda; las transiciones en los ochenta, etc. De manera que no sería de extrañar que estuviésemos entrando en una de esas bisagras de la historia, en el umbral de una nueva época.
Si nos acotamos a lo que ha sido la historia del siglo XXI podemos observar también ciclos que aparentaron empujar a nuestros países en determinada dirección. En la primera década irrumpió lo que se conoce como marea rosa, una cierta hegemonía de gobiernos de izquierda o centroizquierda en un importante conjunto de Estados (Argentina, Brasil, Chile, Venezuela, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Cuba, etc.). Le sucedió una ola conservadora, observable en la segunda década, con gobiernos de derecha o centroderecha en un buen número de naciones; mientras, las repúblicas bolivarianas se articulaban en un sustantivo eje. En los últimos años la restauración conservadora ha adquirido bríos renovados que con Bolsonaro en Brasil y el reciente golpe en Bolivia anunciarían un giro hacia una extrema derecha insuflada, además, de fundamentalismo religioso.
Llegamos así a la coyuntura actual, plena de incertidumbres, donde el rasgo más claro sería el repudio al neoliberalismo, tanto a aquel ya asentado (Chile, Colombia), como al que pretende (o pretendía) reimpulsarse (Ecuador, Argentina, Haití, Paraguay). Una expresión, en cualquier caso, heterogénea y difusa que, si bien brota ante medidas económicas puntuales, esconde tanto si impugna el sistema entero, como si promueve un modelo alternativo.
En términos de política tradicional existe un relativo equilibrio. Hacia la izquierda, al margen de la estoica estabilidad cubana, Nicaragua y Venezuela parecen haber sorteado sus días más críticos, aunque aún se hallan a distancia de terreno sólido. La centroizquierda ve con entusiasmo a López Obrador en México, al electo Alberto Fernández en Argentina, y al liberado Lula en Brasil, pero lamenta el triunfo de Lacalle Pou en Uruguay, que termina con el largo dominio del Frente Amplio. Y en la derecha, pese a que, como vimos, varios gobernantes enfrentan el desafío de protestas y rebeliones, la expectativa es todavía alta por lo que pueda hacer Bolsonaro en Brasil, la autoproclamada Áñez en Bolivia e incluso Vizcarra en Perú. (El gobierno de Lenín Moreno en Ecuador es un caso en definición).
Más allá de las particularidades nacionales, América Latina enfrenta hoy problemas comunes, de larga data algunos, de (relativa) reciente aparición otros. Entre los primeros se encuentran la corrupción, con el agravante de que en estos años se han visto involucrados directamente los propios jefes de Estado; el militarismo o el poder que conservan las fuerzas armadas; la injerencia de Estados Unidos, avivada por Donald Trump y vehiculada sin pudor por la OEA; la marginación de los pueblos indígenas. Entre los segundos, las organizaciones armadas paramilitares, incluyendo el narcotráfico; las oleadas migratorias gatilladas por la pobreza; las operaciones de la banca internacional y las transnacionales; la concentración de los medios de comunicación al servicio de los poderes hegemónicos. Asimismo, se ciernen sobre el continente amenazas transversales, como el cambio climático, los extremismos religiosos, los acuerdos económicos internacionales y la globalización. Párrafo aparte para las nuevas formas de intervención militar (y extranjera): los golpes de Estado son hoy más sutiles, al grado que pasan desapercibidos…
Volviendo a Chile, el estallido de octubre empalma parcialmente con los fenómenos que han emergido en otros puntos de América Latina, sobre todo en lo que atañe al capitalismo y sus ajustes o paquetazos. Pero intuimos que obedece en rigor a una larga acumulación de inequidad, abuso y exclusión que se sincronizó con la lenta reconstitución del tejido social que la dictadura de Pinochet había pulverizado.
Presentación
de Un afán conservador, de Pablo Aravena
Ediciones
Inubicalistas, Valparaíso, julio 2019.
Sergio
Rojas
Filósofo,
Profesor Titular de la Universidad de Chile.
Tengo
con Pablo Aravena una larga relación de amistad e intercambio intelectual,
compartiendo inquietudes, bibliografías, iniciativas académicas, el gusto por
el rock, largas conversaciones de bar o restaurante después de un coloquio o de
una mesa de trabajo en la universidad, en fin, como decía, una larga relación
de amistad.
Reconozco
en el libro que ahora comentamos los temas que han nutrido nuestra comunicación
intelectual en estos años, varios de estos textos los conocía desde antes, algunas
de las reseñas incluidas corresponden precisamente a publicaciones de mi
autoría.
Uno
de los motivos que cruza los escritos aquí reunidos expresa la necesidad de
pensar a contrapelo de la burocratización del pensamiento que hoy se impone en
el marco de un imperativo de “acreditación” generalizada, en la que cada
académico debe manejar su carrera como si fuese una empresa personal. En este
contexto, celebro la aparición de un libro como este, en el que la voluntad de
pensar es a la vez voluntad de diálogo.
Dejarse
interpelar por la experiencia de nuestro tiempo, intentar hacerse contemporáneo
de lo que (nos) acontece, es exponerse. Me refiero a la necesidad de la
reflexión, del diálogo, de la conversación, incluso de la discusión, cuando lo
que nos convoca no es el claustro de emergencia citado por el director, la
cuenta anual de una autoridad, el informe que la comisión deberá entregar en
tres días más, etc., sino el hecho de que el paradigma epocal en el que
habitamos se tambalea. Es lo que sucede cuando al leer la prensa me pregunto:
¿es que acaso “la realidad” definitivamente no funciona o se trata más bien de
que así funciona?
Reconozco
tres grandes discusiones en los escritos que componen este libro de Pablo: el
presente de las humanidades, la realidad de la izquierda, el estatuto del
tiempo presente.
Las humanidades
Respecto
a la crisis de la figura del intelectual en nuestro tiempo, a la extinción de
su lugar, escribe Aravena: “Si la desaparición de dichas condiciones elementales
del discurso intelectual es preocupante en la vida pública, es francamente
dramática en el espacio universitario, institución que -más allá de su total
privatización y gestión como mera empresa- sufre directamente el impacto de la
desaparición de sujetos letrados por efecto añadido de la extinción del mundo
que los producía”. En efecto, ¿cuál es hoy el lugar de las humanidades? ¿La
nominación institucional de una Facultad? ¿Un principio administrativo del
saber almacenado? ¿Un sector en la biblioteca? La cuestión de “los clásicos” y
el canon.
La
crítica de Aravena respecto a la existencia académica es lúcida e irónica. Como
si en el presente lo que se denomina vida académica consistiera finalmente en acomodarse
en una realidad en la que no ha quedado lugar para el pensamiento. Para muchos
se trataría de sobrellevar esa falta de lugar, de sobreponerse al
presentimiento de irrealidad que abruma cuando se reconocen reflexionar y
generar conocimiento en un medio que dejó de leer: “Llevado al espacio universitario
uno puede ver cómo se van dando distintas ‘especies’ de académicos: están los
cándidos (…), los cínicos y finalmente los elitistas”. Los primeros, según
Aravena, ignoran los signos de su intrascendencia confiando en el lugar que la
institución les reconoce; los segundos exhiben su resignado escepticismo como una
lucidez que se solaza en su propia impotencia; los terceros consideran que sus
competencias e inteligencia excede toda posibilidad de reconocimiento y
proceden estableciendo expectativas “privadas” con aquella minoría que,
participando también de una cierta excelencia, puede valorarlos.
De
lo anterior se sigue la importancia que Aravena reconoce en un tipo de
escritura en la que toma cuerpo la reflexión cuando es convocada y exigida por concretas
circunstancias. Señala -no exento de ironía- que “si las seguimos cultivando
[columnas de periódico, reseñas de libros, intervenciones orales en eventos públicos]
es porque constituyen la última expectativa de lectura pública -no intragremial-
que tenemos: ‘siendo breves y llanos quizá nos lean”. ¿Para qué se necesitan
lectores?: “para construir una comunidad
fundada en el uso público de la razón, en la crítica de la falsedad, la
mentira, el oscurantismo, en fin, una comunidad vigilante de su libertad”.
Aravena es claro en subrayar el ejercicio público de la razón, algo que en la
actualidad parece ir “a la baja”. Sartre comenta que, en medio de los hechos de
mayo del 68, minutos antes de hablar ante un auditorio multitudinario, recibe
por mano un pequeño papel con el siguiente mensaje: “Sartre, sea breve por
favor”. El lugar del intelectual había comenzado a extinguirse.
Me interesa la idea de comunidad que sugiere Pablo. Byun Chul-han,
un autor cuya lectura compartimos, nombra a la sociedad de las redes digitales
como la sociedad de “la indignación”, la sociedad del escándalo. La indignación
que se expresa en las redes es, por lo general, expresión individual: “Los individuos
que se unen en un enjambre digital no desarrollan ningún nosotros”. Su sentido último no es democrático, pues el “contenido”
exhibe su derecho a ignorar el
parecer y sentir de los demás; ocurre como si la verdad de su contenido
consistiera precisamente en ostentar su indiferencia
por los demás. En cambio, el espacio público que Pablo imagina desde su
escritura se encuentra tramado dialógicamente.
La izquierda
El tratamiento de la izquierda en algunos
de los escritos en este volumen se relaciona internamente con la preocupación
de Pablo por la cuestión del tiempo histórico y el sostenido e importante trabajo
que ha venido desarrollando en el campo de la teoría de la historia. Una de las
cuestiones centrales aquí es la pregunta por la necesidad y posibilidad de un sujeto histórico.
La izquierda no sólo tiene un pasado, sino
que pareciera que sólo tiene pasado. ¿Dónde existe la izquierda hoy? En la
universidad, sin duda, y ¿más allá de esta? Existe injusticia, desigualdad,
malestar, dolor, por cierto, pero ¿qué hace hoy a la izquierda en medio de todo esto? En algunos de estos escritos
la crítica a la izquierda expresa su reflexivo compromiso con esta, al punto de
que por momentos pareciera que decir de alguien que es historiador y agregar
que se trata de un historiador “de izquierda” viene a ser una especie de
pleonasmo.
Es claro que para Pablo ser de izquierda
hoy no es una posición ni una dirección ya nítidamente trazada (como cuando
decimos “tomar la izquierda”), sino un trabajo que comienza por poner en cuestión
los lugares comunes que hacen a priori de la izquierda una posición. Uno de
esos a priori consiste en una cierta representación de lo que puede ser “el
pueblo”: “El heroísmo nunca alcanzó
para desplazar esta miseria humana. La miseria de un populacho que, a cambio de
pan y circo, y resignado en su servilismo, estaba dispuesto a asentir las más
atroces aberraciones del poderoso. Es por esto que, desde muy temprano, tuve
problemas por comprender a qué ‘pueblo’ se refería Allende en sus discursos, cuál
era ese sujeto colectivo que tendría que retornar libre por las anchas alamedas”.
No se trata en lo esencial de un cuestionamiento teórico al ejercicio
discursivo de la política en aquellos años de convulsa cotidianeidad, sino de
una crítica a la izquierda que hoy tiene la mirada dirigida hacia el pasado, como
buscando una épica que pueda ser útil en el presente.
Una curiosa forma de dar lugar a la utopía
en el presente, cuando el sentido de esta ya no estaría en el futuro, sino en
el pasado de una izquierda que parece decir “creímos una vez en un futuro”. “Una actitud que busca recomponer el
orden pre-UP, ya que, si bien aquella sociedad tenía sus vicios, poseía un
atributo que el candor de las pasiones utópicas no les había dejado ver en ese
entonces: un consenso político que hacía posible la democracia, roto ese
consenso vino la catástrofe. El presente y el futuro de Chile debían parecerse
al pasado”. La propuesta de Aravena es clara: es necesario que la izquierda levante
la vista desde el pasado: “es
justamente esta aparente evidencia rotunda, esta especie de consenso de
izquierda sobre la UP como utopía del pasado, lo que nos debe alarmar”. Esto
implica, a la vez, descargar al pasado de las expectativas de un presente
políticamente debilitado. Es decir, es necesario volver sobre el período de la
UP y reflexionar críticamente lo que fue ese proceso. Lo que Aravena lúcidamente
sugiere es que la UP se transformó en un proyecto utópico a posteriori: como
utopía “la UP sólo puede ser una utopía del pasado, lo que tiene que ver no únicamente
(…) con el sentido de las muertes y víctimas, sino (…) con la ‘no disponibilidad’
hoy del futuro. En su propio momento ¿era tan evidente como hoy que la UP era
un proyecto utópico?”. Pareciera que
miramos hacia atrás buscando un futuro, buscando un tiempo que tenía el futuro
por delante.
El estatuto del tiempo
presente
Reconocemos
que no comprendemos lo que hacemos, que hay un sentido pendiente en el presente y que esto tiene que ver
con un pasado que torna extraña la cotidianeidad en la que arraigamos. Francois
Hartog -autor de importante referencia en el pensamiento de Aravena- denomina presentismo al hecho de que hoy la
realidad de los acontecimientos mismos se impone sobre cualquier forma de
sentido interpretativo. Esto no implica la simple captura de la subjetividad en
el vértigo de la “actualidad” (lo contingente, lo efímero, lo irrelevante,
etc.), sino el estallido de la realidad misma, diseminada en una pluralidad de acontecimientos
después del agotamiento de las narraciones que permitían elaborar procesos de
sentido en curso, causalidades, períodos. Es todo lo contrario a un simple
desentenderse del pasado, porque ahora el devenir se despliega en un horizonte
colmado de acontecimientos que no parecen tener más sentido que aquel que desde
el presente sea posible reconocer o atribuirles.
El presente se siente responsable de un
pasado que no comprende, y es precisamente esto lo que le encarga hacer presente ese pasado. Según Hartog:
“nuestras experiencias cotidianas son las de un mundo que privilegia lo directo
y lo interactivo, el tiempo real (…), que habla más fácilmente de ‘pasado’
(categoría imprecisa) que de historia, que le da mucha importancia a la
conmemoración, a la puesta en escena y a todas las técnicas de presentificación
más que a la explicación”. Esto incide directamente en la categoría de lo contemporáneo, por cuanto ésta ya no
constituye propiamente un período, sino que señala más bien un tiempo que
emerge con la supresión de la frontera entre presente y pasado, cuando este
parece inundar el presente no dejando lugar al futuro. Escribe Aravena: “ya no
disponemos de la idea de futuro. O al menos este ya no es lo que era un campo
en donde se podía extender la racionalidad para realizar lo que aún faltaba para
la realización plena de nuestra humanidad”. Una especie de “memorialismo” se
hace dominante en el presente, confrontándose con la actualidad del “día a
día”, como si desde ese pasado irresuelto se ejerciera una fuerza de gravedad a
la que es necesario atender; como si, paradójicamente, lo tremendo que yace contenido en ese pasado que no se marcha fuese
un antídoto contra la vacuidad y el sin sentido de lo meramente “actual”.
Paradójica nostalgia del futuro contenida
en el atesoramiento del supuesto coeficiente utópico del pasado: “[la relación
nostálgica con la utopía] es la relación de unas generaciones ‘de transición’
que (…) aún porta energías utópicas o expectativas futuristas en un tiempo en que
el futuro se nos ha clausurado. Es probable que al cabo de un par de
generaciones más ya nadie extrañe el futuro”. Varios de los escritos en este
libro aplican este problema a la ciudad de Valparaíso: “El presente patrimonial
de Valparaíso impone el consumo del pasado antes que su conocimiento”.
La propuesta “conservadora” de Pablo en
este libro, desde su título, es todo lo contrario a resistir en lo consabido,
aferrarse a la tierra firme de los prejuicios compartidos, sino que se trata de
insistir en el trabajo del pensamiento que se orienta hacia lo inédito como la
vocación que le es más propia. “mientras no estemos (…) dispuestos a pensar lo inédito en la historia, nuestros discursos
seguirán siendo impotentes o derechamente conservadores”.
La escritura en este volumen trasunta el
clima de diálogo y también de discusión en el que han tenido origen los artículos,
columnas de periódicos y reseñas que lo componen. ¿Y lo “conservador” de su
afán? Bueno, es todo lo conservador que nos puede parecer la escena de un grupo
de personas que, en medio de esa agitada facticidad en la que toma cuerpo lo
inédito, dialogan acerca del extraño tiempo que les ha tocado vivir.
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