Rescate de Helena - Claudio Díaz Pérez










Rescate de Helena
Claudio Díaz Pérez


“No es reprensible que troyanos y
Aqueos de hermosas grebas, sufran
prolijos males por una mujer como
ésta …”


(ILIADA, Canto III)


   La despertó un gemido que venía de la ciudad baja, la de los pobres, allá donde se había dado cobijo al gigantesco caballo de madera abandonado por los dánaos. Un gemido que se propagaba en ondas crecientes, alimentado por innúmeras voces femeninas, con ese tono desolado que nada más se usa en presencia de la muerte. Entonces ella supo que el enemigo ya estaba dentro y los dioses abandonaban a Troya.
   Luego un segundo sonido cubrió al primero. El de ríos de hombres armados bajando por las callejuelas hacia el llameante caldero en que se había convertido la parte invadida, para intentar todavía una vez más detener lo inevitable; "¡soberano Apolo –clamó en su corazón- haz que al menos no sean olvidados!" Entre ellos marchó Deífobo, su esposo postrero, el mayor de los hijos que aún quedaban a Príamo, sólo menos bello que Paris y sólo menos valiente que Héctor, los hermanos ya muertos.
   Pero un tercer sonido se sobrepuso a los anteriores. Un escalofriante grito de ataque, mezcla de alegre aullido y carcajada rabiosa, repetido a intervalos, cada vez más próximo desde la dirección del caballo. Los guerreros heridos que eran atendidos en el palacio se agitaron inquietos al oírlo: “Odiseo”, susurraron; y los esclavos repitieron el nombre…
   El último grito provino del lado interior de las hermosas puertas ¡qué poco habían resistido!, obligándola a cubrirse los oídos para no enloquecer de pavor. Tras el grito entró el hombre, con receloso paso de lobo, todo cubierto de bronce abollado y de sangre, un hacha enorme que no parecía pesarle en la mano, y al cuello ¡el maldito asesino! la cadena de oro fenicia que ella misma ciñiera poco antes a Deífobo. La figura rechoncha y ágil y los negros ojos amenazadores eran como ella lo recordaba de doce años atrás, cuando Odiseo llegó a Esparta a pedirla en matrimonio, el menos hermoso pero único interesante entre sus pretendientes… ¿cómo era ese loco proyecto suyo de navegar hasta las puertas del Sol poniente, allá donde se juntan los caminos de la Tierra y el Cielo y el dios desprende hecha polvo de oro su luz excedente? ¡padre Zeus! ¿por qué no dejaste que la distancia lo tragara?.
   Unos pasos atrás -sólo Aquiles combatía delante, sólo Ayax y Diómedes al lado- y una cabeza más alto pero, aunque letal, ni la mitad de peligroso que Odiseo, entró en la habitación Menelao, su esposo primero. No se veía herido. Pero parecía despertar de una pesadilla después del terrible ataque a través de la ciudad extranjera. Ella conocía bien esa desesperada expresión de su rostro, de tanto haberla visto en los seguidores sobrevivientes de Héctor: la expresión de los que han agotado sus reservas de hombría intentando dar la medida fijada por el héroe que los guía. ¡Pobre Menelao!. Había sido el acompañante menos molesto que pudiera desear una dama de corazón indeciso. Y ella lo había tratado tan mal. ¿Pero quién podía resistir a la belleza de Paris? ¡oh Paris!... Además hubiera sido impío no obedecer al deseo de la divina Afrodita; bien pudo terminar convertida en rata gris o algo todavía peor. Y ahora estos campos de amor y rosas se habían tornado en erial del Sol... 
  A juzgar por el estado en que su esposo se encontraba, sería más seguro para ella un escorpión posado en su seno. Menelao, indecisa la espada en la mano, escrutaba ansioso al rostro de Odiseo. Un leve, irónico alzamiento de cejas de éste, y la dura espada se clavaría en ella hasta el puño; ¡pero el codicioso bastardo sólo tenía ojos para evaluar lo que restaba del mobiliario! ¿qué esperaba encontrar después de diez años de guerra?.
  En el patio interior y el pasillo se reavivaba el tumulto. Ella reconoció los gritos. Eran los esclavos del palacio que armados con los útiles de la cocina y el jardín acudían a morir como hombres libres. No durarían lo que demora contar sesenta frente a los guerreros forrados de bronce. Odiseo ni siquiera volvió la cabeza. No merecía tanto desdén esa lealtad de los esclavos. Sintió la mujer alzarse dentro de sí una desconocida voluntad de acción y un amor que por primera vez no era curiosidad y deseo sino lazo firme atado a la ciudad agonizante: aún se podía hacer algo por vengar a Troya.
  En un solo gesto exacto, de danzarina, se puso Helena de pie y desprendió del hombro la túnica, que se fue escurriendo hasta el suelo como agua sobre el cuerpo desnudo. Otro orgulloso gesto de su cuello y la corona de jade y plata rodó hasta los pies de los guerreros, mientras el alto peinado se desmoronaba en cascada de luz enmarcando las formas perfectas. Extendió sin prisa los brazos al frente con las palmas hacia arriba, en el gesto ritual de la sacerdotisa, y sus ojos de ola marina se posaron serenos en los obscuros de Odiseo; ella no necesitaba alzar la cabeza para hacerlo. La voz era un viento de cítaras: “Para ser un botín de guerreros fui engendrada por mi padre Zeus. Obediente a su mandato, Afrodita me dio el don de amar sin ser seducida. Soy leal como la espada al que la tiene en su mano, la que nadie arrebata al más fuerte o más prudente. Sin desearlo traigo la fama y la guerra ¿no ocurre igual con el oro que codician los héroes?. Pero anhelo el reposo en los mismos brazos, procrear varones semejantes a su padre y envejecer junto al que sea generoso para cargar con mi destino… oh, soy tan habladora; si un hombre así existiera de seguro no me encontraría bella; además ya es tarde y los dánaos deben vengar en mí los males que por mi causa sufrieron, como lo hubieran hecho los troyanos de resultar vencedores”. La voz se quebró en un suave sollozo, Helena bajó la cabeza y se abrazó a sí misma, como con frío. Ahora sus pechos estaban castamente cubiertos. Pero un grueso lagrimón rodó sobre la expuesta curva del vientre y quedó brillando como una gema prendido al oro del pubis.
  Odiseo adelantó un paso hacia ella, “Helena…” alcanzó a decir, y era una ruda caricia la voz. Pero Menelao arremetió contra él, en alto la espada, gritando enloquecido. Desde el hombro donde reposaba se movió en círculo el hacha, con zumbido de abeja, y la espada cayó partida entre la hoja y la empuñadura. La mujer oraba en silencio a las Furias: “Negras hermanas, vosotras que nunca abandonáis, llevadme ahora, pero no dad reposo a éstos que destruyen a Troya…”.
  Como relámpagos en la noche se sucedían en la mente de Odiseo las imágenes de un destino posible: vio en tierra con el cráneo abierto a Menelao; sintió en sus hombros el suave peso de Helena; se vio a sí mismo correr con esa carga adorada por las calles en llamas de Troya, convocando desesperadamente a sus hombres, hasta llegar a las naves (muchos quedarían abandonados); se escuchó enviar un falso mensaje para alejar a la guardia y alcanzar a destruir al resto de la flota (si los dioses permanecieran neutrales); se vio zarpar hacia el ocaso, más allá de la tierra patria, más allá de Sicilia y de los Pilares de Heracles, hasta el País de la Niebla y de las Piedras Erguidas que le reveló en su delirio un náufrago de Tartessos: ¡allá donde nadie conocía su nombre, con sólo trescientos y su astucia, pronto sabrían quién era! (antes de un año Agamenón se vengaría arrasando a Itaca; pero la incomprensible Penélope era muy capaz de arreglárselas sola); sintió por un instante orgullo de la mujer a la que abandonaba… Entonces una clara aurora sustituyó en su mente a las imágenes de heroica individualidad, y se dio cuenta que estaba dando por segura la obediencia de sus hombres. Sin duda era cierto que apenas vieran a Helena estarían dispuestos a su marchar al fin del mundo, olvidados de su hogar y de sus juramentos. Pero también era cierto que, cortados sus lazos sociales, leales sólo a su deseo por ella, únicamente pensarían en robarla y todos terminarían degollados, como en un sueño de lobos. Donde la llevare los campos se tornarían desierto, pues Helena estaba hecha para dioses. Los hombres sólo podían poseerla en común, como poseen la belleza vertiginosa del cielo. Un público sacerdote, no un esposo privado, era lo que para ella se requería. El honor de ese oficio sagrado era lo que dánaos y troyanos verdaderamente habían disputado. En cuanto a él, su vocación era otra… Aunque todavía no podía saberlo, Odiseo ya estaba preparado para las Sirenas.
   En el centro de la habitación resplandecía Helena, inasible como la imagen de un espejo; ahora esos largos dedos suyos cubrían su boca y tenía las pupilas dilatadas de horror. A los pies de Odiseo lloraba como un niño Menelao. El hacha abandonó la alzada posición de guardia y tornó a la de reposo. El brazo izquierdo levantó fácilmente al hombre postrado, pero la voz sonó cansada: “Vamos compañero, ha sido duro el combate Helena ha cumplido ante nosotros los adecuados ritos de purificación y ahora es sagrada. Ella es todo lo que Troya contenía: condúcela, con honor, a las naves”.
  Afuera reinaba el silencio.

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