Manuel Cruz - Ecologismo y nuevos valores


Manuel Cruz (Barcelona) es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Ha sido profesor visitante en diversas universidades europeas y americanas, así como investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid). 

Autor de cerca de una veintena de libros y compilador de unos pocos menos volúmenes colectivos, de entre sus títulos más recientes cabe mencionar Filosofía contemporánea (2002), La tarea de pensar (2004), Las malas pasadas del pasado (2005, Premio Anagrama de Ensayo) Siempre me sacan en página parAcerca de la dificultad de vivir juntos (2007), Cómo hacer cosas con recuerdos (2007) y Filosofía de la Historia (2008). Director de varias colecciones de pensamiento, forma parte del consejo de redacción de numerosas revistas de su especialidad, tanto nacionales como extranjeras. Colabora habitualmente en los diarios españoles El País y El Periódico, así como en los argentinos Clarín y La Nación. Es asimismo colaborador de la cadena SER. Dirige la revista Barcelona METROPOLIS.


Continuemos hablando del ecologismo, y de la aparente paradoja según la cual la izquierda, tradicionalmente materialista, se habría reconvertido a la austeridad, en tanto que la derecha, espiritualista de siempre, andaba ahora lanzada al goce y la búsqueda de la felicidad más opulenta. Acaso la paradoja, así planteada, no agote la correcta descripción de la realidad. Hay que admitir que, mal que le pese a algunas fuerzas de izquierda, que lo quisieran en exclusiva, el ecologismo también ha alcanzado una cierta transversalidad ideológico-social, expresada en el hecho de que determinadas actitudes (respetuosas con el entorno, cuidadosas con el carácter natural de los alimentos, etc.) ha llegado un momento en que también son consideradas un toque de distinción entre las clases altas.

Y lo que vale para las clases altas, vale también para los países ricos, que a menudo se postulan como adalides del ecologismo –con antiguos vicepresidentes del imperio reconvertidos en líderes carismáticos de la nueva causa– porque previamente han llevado a cabo lo que podríamos llamar una externalización de la contaminación, desviando hacia los países pobres las industrias que envenenan (no sólo el aire), o sus productos más tóxicos –como fue en su momento el caso del tabaco con determinado grado de nicotina–. El matiz no es menor, ni constituye una mera precisión escrupulosa de los términos. Cabe la posibilidad de que tras él lata la inquietante paradoja (¡otra más!) de que determinados discursos en el fondo sólo pueden ser asumidos por sectores y clases sociales con recursos, en la medida en que, por decirlo en pocas palabras, lo ecológico sale caro.

Acaso la clave para escapar a tanta presunta paradoja pase por introducir nuevos elementos teóricos en el esquema heredado. Como, por ejemplo, los planteados en los años setenta por Ronald Inglehart (The Silent Revolution) al proponer hablar de valores postmaterialistas para referirse a la generalización en esta etapa del capitalismo de un tipo de valores distintos, situados más allá de la mera avidez por el consumo o por la ostentación del mismo. La introducción de nuevos signos de distinción como es, por ejemplo, lo que se suele llamar genéricamente calidad de vida transcurriría en esa dirección. De dicha calidad de vida formaría parte un trato adecuado, respetuoso, de la naturaleza, en idéntico plano que la protección de la libertad de expresión, la humanización de nuestra sociedad, o una esfera política mucho más participativa.

Pues bien, como demuestran los trabajos de Juan Díez Nicolás, el cambio de orientación hacia valores postmaterialistas se encuentra en relación directa con la clase social: cuanto más alta sea ésta, y más haya estado expuesta a la información, más proclive será a los mismos. El dato resulta significativo, pero en modo alguno debe ser malinterpretado. Porque el hecho de que tales sectores puedan haberse apropiado de los nuevos valores no puede considerarse como prueba de alguna deficiencia por parte de los mismos que pudiera convertirlos en sospechosos de nada. Quizá el debate debiera abandonar su rancia condición esencialista (del tipo: a quién pertenecen determinadas ideas, si a los nuestros o a los otros) para pasar a adoptar una naturaleza mucho más práctico-política. Finalmente, de lo que se trata, lo nuevo de esta etapa histórica, así como el lugar donde parece jugarse todo (nuestra supervivencia incluida), es el hecho de que venimos obligados a pensar el medio ambiente como un bien común, algo no susceptible de ser abandonado a las lógicas del mercado. Algo, si se prefiere enunciarlo así, que debe abordarse en términos de políticas públicas. Dejar esto bien sentado probablemente sea el primer paso para enfocar adecuadamente los términos del debate. Porque, a partir de esta premisa, discusiones como, por ejemplo, la relación entre bien público y consumo, en ningún caso podrán ser ya planteadas en términos de “si lo pago, es mío”, tan característico de la cultura norte- americana, o “el que venga detrás que arree”, tan característico de lo mejor de nuestra sabiduría mostrenca.


Primavera (abril - junio 2010)
 
http://www.barcelonametropolis.cat/es/page.asp?id=30&ui=353

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