Evocar el espanto - Manuel Cruz

Evocar el espanto
Texto Manuel Cruz
El filósofo alemán Martin Heidegger proponía distinguir entre miedo, que es el temor que nos invade cuando nos sabemos amenazados por un peligro claramente identificado, y angustia, que es el temor ante algo cuya naturaleza desconocemos por completo. El estupor que provocaban, hace ahora diez años, las terribles imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, o de estas desplomándose, tenía que ver, en gran medida, con la clara sensación de que no sabíamos lo que anunciaban, de qué eran pórtico, a qué nuevas situaciones podrían dar lugar. Las escenas que todas las cadenas de televisión del mundo no cesaban de emitir – y de repetir– generaban un específico espanto, el espanto que provoca aquello de lo que, más allá de su brutalidad, solo reconocemos una cosa: su condición de inédito.
      Precisamente por eso – vale la pena recordarlo ahora que ya estamos a una cierta distancia – llamaba la atención el apresuramiento con el que locutores y comentaristas se agarraban, como si de un clavo ardiendo se tratara, a las ideas que se iban formulando, como si experimentaran un claro alivio al empezar a entender algo. Que si es la primera vez que una cosa semejante le ocurre a EE.UU. en su propia casa, que si han fallado de manera espectacular los sistemas de seguridad, que si una operación tan sofisticada no podía haber sido llevada a cabo sin el apoyo logístico de algún gobierno... Agarraderas para ahuyentar el estupor, para no continuar experimentando la sensación – por lo visto, insoportable – de ser incapaces de interpretar lo que se estaba viendo.
      Transcurrida una década, acaso no hayamos alcanzado a comprender mucho más que en el momento de los hechos, pero al menos algunas ideas parecen haber calado, haberse convertido, tras el tiempo transcurrido, en lugares comunes que facilitan el entendimiento de las cosas. El terreno del estupor fue siendo ocupado por los especialistas, que se afanaron en desplegar hipótesis e interpretaciones, las cuales se diría que cumplían la función de complementar el tópico inevitable de la crónica periodística del día después: “Lentamente, todo vuelve a la normalidad”. Pero fue una experiencia demasiado brutal como para neutralizarla tan deprisa. Una experiencia que, precisamente por su carácter inédito, nos puso a todos a prueba.
      Puso a prueba a la periodista a la que, en el preciso momento en que se hundía la segunda torre, solo se le ocurría lamentar que el skyline de Nueva York se hubiera quedado sin uno de sus trazos más característicos. Puso a prueba al escritor que, invitado a narrar sus impresiones sobre el terreno a la mañana siguiente, se dedicaba a describir con minuciosidad la extraña sensación que le producía pasear por un Manhattan absolutamente desierto. Puso a prueba a algún especialista  – no recuerdo si en relaciones internacionales, mundo árabe o historia contemporánea – que, tras lamentar protocolariamente el fallecimiento de tantos miles de personas, agotaba toda su preocupación en la reacción – insistía en el término “desproporcionada”, demostrando una monstruosa capacidad para el cálculo del horror – que pudiera tener el Gobierno norteamericano, y así sucesivamente.
      La relación podría continuar, pero no añadiría nada al argumento ampliar la nómina de quienes, a pesar de su oficio, apenas parecían entender gran cosa de lo que estaba ocurriendo. Acaso dicha incapacidad resulte reveladora no tanto de la dificultad para interpretar lo nuevo cuando ocurre, como de la renuncia, del abandono que en nuestra sociedad parece haberse producido de la expectativa misma de entender algo. A fin de cuentas, todo lo olvidaremos mañana, cuando se produzca otro suceso que nos suma otra vez en esa angustia sin remedio que parece haberse convertido en la condición más esencial del hombre contemporáneo.

Verano (julio – septiembre 2011)

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