La Educación después de AUSCHWITZ.


Conferencia en la RADIO HESSE emitida el 18 de abril de 1966.
Por Teodoro W. Adorno.


La exigencia de que AUSCHWITZ no se repita es la primera de todas en la educación. Hasta tal punto precede a cualquier otra que no creo deber ni poder fundamentarla. No acierto a entender que se le haya dedicado tan poca atención hasta hoy. Fundamentarla tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido. Pero el que se haya tomado tan escasa conciencia de esa exigencia, así como de los interrogantes que plantea, muestra que lo monstruoso no ha penetrado lo bastante en los hombres, síntoma de que la posibilidad de repetición persiste en lo que atañe al estado de conciencia e inconsciencia de estos. Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente en comparación con este: que AUSCHWITZ no se repita. Fue la barbarie, contra la que se dirige toda educación. Se habla de inminente recaída en la barbarie. Pero ella no amenaza meramente: AUSCHWITZ lo fue; la barbarie persiste mientras perduren en lo esencial las condiciones que hicieron madurar esa recaída. Precisamente, ahí está lo horrible. Por más oculta que esté hoy la necesidad, la presión social sigue gravitando. Arrastra a los hombres a lo inenarrable, que en escala histórico-universal culminó con AUSCHWITZ. Entre las intuiciones de FREUD que con verdad alcanzan también a la cultura y la sociología, una de las más profundas, a mi juicio, es que la civilización engendra por sí misma la anti-civilización y, además, la refuerza de modo creciente. Debería prestarse mayor atención a sus obras EL MALESTAR EN LA CULTURA Y PSICOLOGÍA DE LAS MASAS Y ANÁLISIS DEL YO, precisamente en conexión con AUSCHWITZ. Si en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie, entonces la lucha contra esta tiene algo de desesperado.

La reflexión sobre la manera de impedir la repetición de AUSCHWITZ es enturbiada por el hecho de que hay que tomar conciencia de ese carácter desesperado, si no se quiere caer en la fraseología idealista. Sin embargo, es preciso intentarlo, sobre todo en vista de que la estructura básica de la sociedad, así como sus miembros, los protagonistas, son hoy los mismos que hace veinticinco años. (Conferencia propalada por la Radio de HESSE el 18 de abril de 1966). Millones de inocentes –establecer las cifras o regatear acerca de ellas es indigno del hombre-- fueron sistemáticamente exterminados. Nadie tiene derecho a invalidar este hecho con la excusa de que fue un fenómeno superficial, una aberración en el curso de la historia, irrelevante frente a la tendencia general del progreso, de la ilustración, de la humanidad presuntamente en marcha.

Que sucediera es por sí solo expresión de una tendencia social extraordinariamente poderosa. Quisiera referirme, en este contexto, a un hecho que, muy significativamente, apenas parece ser conocido en ALEMANIA, aunque constituyó el tema de un best-seller como LOS CUARENTA DÍAS DEL MUSA DAGH DE WERFEL. Ya en la Primera Guerra Mundial los turcos –el movimiento llamado de los Jóvenes Turcos, dirigido por Enver Pachá y Taleat Pachá- habían asesinado a más de un millón de armenios. Como es bien sabido, altas autoridades militares alemanas e incluso jerarquías del gobierno tuvieron noticia de la matanza, pero guardaron un estricto silencio al respecto. El genocidio hunde sus raíces en esa resurrección del nacionalismo agresivo que tuvo lugar en muchos países desde finales del siglo XIX.

No es posible sustraerse a la consideración de que el descubrimiento de la bomba atómica, que puede aniquilar literalmente de un solo golpe a centenares de miles de personas, pertenece al mismo contexto histórico que el genocidio. El crecimiento brusco de la población es denominado hoy con preferencia “explosión demográfica”. Parece como si la fatalidad histórica tuviera preparadas, para frenar la explosión demográfica, unas contraexplosiones: la matanza de pueblos enteros. Esto sólo para indicar hasta qué punto las fuerzas entre las que hay que actuar son las del curso de la historia mundial.

Como la posibilidad de transformar los presupuestos objetivos, es decir, sociales y políticos, en los que tales eventos encuentran su caldo de cultivo, es hoy limitada al extremo, los intentos de cerrar el paso a la repetición se ven necesariamente reducidos al lado subjetivo. Con ello me refiero también, en lo esencial, a la psicología de las personas que hacen tales cosas. No creo que sirviera de mucho apelar a unos valores eternos sobre los que quienes son proclives a tales crímenes se limitarían a encogerse de hombros; tampoco creo que fuera de mucha ayuda ilustrar sobre las cualidades positivas de las minorías perseguidas. Las raíces han de buscarse en los perseguidores, no en las víctimas, exterminadas con las acusaciones más miserables. Lo urgente y necesario es lo que en otra ocasión he llamado, en este sentido, el viraje al sujeto. Hay que sacar a la luz los mecanismos que hacen a los seres humanos capaces de tales atrocidades; hay que mostrárselas a ellos mismos y hay que tratar de impedir que vuelvan a ser de este modo, a la vez que se despierta una conciencia general sobre tales mecanismos. Los asesinados no son los culpables, ni siquiera en el sentido sofístico y caricaturesco en el que muchos quisieran presentarlo hoy. Los únicos culpables son los que sin miramiento alguno descargaron sobre ellos su odio y su agresividad.

Esa insensibilidad es la que hay que combatir; las personas tienen que ser disuadidas de golpear hacia fuera sin reflexionar sobre sí mismas.

La educación solo podría tener sentido como educación para la autorreflexión crítica. Pero como, de acuerdo con los conocimientos de la psicología profunda, los caracteres, en general, incluso los de quienes en edad adulta perpetúan tales crímenes, se forman en la primera infancia, la educación llamada a impedir la repetición de dichos hechos mostruosos tendrá que concentrarse en ella. Ya les recordé la tesis freudiana sobre el malestar de la cultura. Pues bien, su alcance es todavía mayor de lo que FREUD supuso; ante todo porque entretanto la presión civilizatoria que él observó se ha multiplicado hasta lo insoportable. Y con ello. Las tendencias explosivas sobre las que llamó la atención han adquirido una violencia que él apenas pudo prever. El malestar en la cultura tiene, con todo, un lado social –algo que Freud no ignoró, por mucho que no lo investigara concretamente. Puede hablarse de la claustrofobia de la humanidad en el mundo administrado, de un sentimiento de encierro dentro de un nexo enteramente socializado tejido como una tupida red. Cuanto más tupida es la red, más se procura escapar, y al mismo tiempo precisamente su espesor impide la salida. Esto refuerza la furia contra la civilización, una furia que se vuelve violenta e irracionalmente contra ella.

Un esquema confirmado por la historia de todas las persecuciones es que la ira se dirige contra los débiles, sobre todo contra los percibidos como socialmente débiles y a la vez –con razón o sin ella- como felices. Sociológicamente me atrevería a añadir que nuestra sociedad, a la vez que se integra cada vez más, alimenta en su seno tendencias a la descomposición. Unas tendencias que, ocultas bajo la superficie de la vida ordenada, civilizada, están muy avanzadas. La presión de lo general dominante sobre todo lo particular, sobre las personas individuales y las instituciones particular es, tiende a desintegrar lo particular e individual, así como su capacidad de resistencia. Junto con su identidad y su fuerza de resistencia las personas pierden también las cualidades gracias a las que les sería dado oponerse a lo que eventualmente pudiera tentarles de nuevo al crimen. Quizá sean ya apenas capaces de resistir si los poderes establecidos les conminan a reincidir, siempre que esto ocurra en nombre de un ideal en el que creen a medias o incluso no creen ya en absoluto.

Cuando hablo de la educación después de AUSCHWITZ hablo de dos ámbitos: en primer lugar, educación en la infancia, sobre todo en la primera; seguidamente, ilustración general llamada a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición; Un clima, pues, en el que los motivos que llevaron al horror se hayan hecho en cierto modo conscientes.

No pretendo, como es lógico, esbozar el plan de una educación de este tipo, ni siquiera en líneas generales. Pero si quisiera caracterizar al menos algunos puntos neurálgicos. Con frecuencia se ha responsabilizado –en los ESTADOS UNIDOS, por ejemplo- al espíritu alemán, tan dócil a la autoridad, del nacionalsocialismo y, por tanto, de AUSCHWITZ. Considero esta explicación demasiado superficial, aunque entre nosotros, como en muchos otros países europeos, los comportamientos autoritarios y la autoridad ciega sobreviven, ciertamente, mucho más tenazmente de lo que parece aceptable en condiciones de democracia formal. Hay que asumir más bien que el fascismo y el terror que alentó guardan íntima relación con la decadencia de los viejos poderes establecidos del Imperio, que fueron derrocados y abatidos antes de que las personas estuviesen psicológicamente preparadas para determinarse a sí mismas. No se mostraron a la altura de la libertad que les cayó del cielo. De ahí que las estructuras de la autoridad asumieran esa dimensión destructiva y –por así decirlo- demencial que antes no tenían o, cuanto menos no mostraban. Si se piensa cómo la visita de tal o cual soberano carente ya de toda función política efectiva hace entrar aún en éxtasis a poblaciones enteras, se verá hasta qué punto está perfectamente fundada la sospecha de que el potencial autoritario es, hoy como ayer, mucho más fuerte de lo que cabría imaginarse. De todos modos, quiero subrayar explícitamente que el retorno o no retorno del fascismo no es, en lo esencial, una cuestión psicológica, sino social. Si me detengo tanto en los aspectos psicológicos es únicamente porque los otros momentos, más esenciales, quedan en buena medida fuera del ámbito operativo de la voluntad educativa, cuando no fuera ya de posibilidad de la intervención del individuo en general.

Personas bien intencionadas, que no quieren que vuelva a ocurrir, citan a menudo el concepto de obligación. Responsable de lo ocurrido sería, en efecto, el hecho de que las personas no tengan ya obligaciones. Y, desde luego, el hecho de una de las condiciones del terror sádico-autoritario depende de la pérdida de autoridad. Al sano sentido común le parece posible invocar obligaciones llamadas a contrarrestar, mediante un enérgico “NO DEBES”, lo sádico, lo destructivo, lo desintegrador.

Por mi parte, considero ilusorio esperar que la apelación a obligaciones o incluso la exigencia de contraer otras nuevas sirva realmente para que el mundo y las personas mejoren. La falsedad de las obligaciones y ataduras que se exigen sólo para conseguir algo –aunque este algo sea bueno-, sin ser experimentadas todavía por las personas como substanciales en sí mismas, es percibida enseguida. Es sorprendente lo pronto que reaccionan hasta las personas más disparatadas e ingenuas cuando se trata de husmear en las debilidades de los mejores.

Con facilidad las llamadas obligaciones se convierten o bien en un certificado de sensatez –se las acepta para poder dárselas uno de buen ciudadano-, o bien generan un rencor odioso; es decir, lo contrario, psicológicamente hablando, de lo que se esperaba de ellas. Significan heteronomía, un hacerse dependiente de órdenes, de normas que no se justifican ante la propia razón del individuo. Lo que la psicología llama super-yo, la conciencia moral, es reemplazado en nombre de la obligación por autoridades exteriores, facultativas, intercambiables, como ha podido observarse del modo más claro en la propia ALEMANIA tras el derrumbe del TERCER REICH. Sólo que precisamente la disposición a ponerse de parte del poder e inclinarse externamente, asumiéndolo como norma, ante lo más fuerte, constituye la idiosincrasia típica de los torturadores, una idiosincrasia que no debe volver a levantar la cabeza. Por eso resulta tan fatal la recomendación de obligaciones. Las personas que de mejor o peor grado las aceptan se ven reducidas a un estado de permanente necesidad de recibir órdenes. La única fuerza verdadera contra el principio de AUSCHIWITZ sería la autonomía, sí se me permite valerme de la expresión KANTIANA; la fuerza de reflexionar, de autodeterminarse, de no entrar en el juego.

En una ocasión me asustó mucho una experiencia: en un viaje al lago de CONSTANZA leí en un periódico de Baden un comentario sobre la pieza teatral de SARTRE “MUERTOS SIN SEPULTURA”, en el que se destacaban las cosas terribles que contenía la obra. Es evidente que la pieza le resultaba altamente desagradable al crítico. Sólo que éste no explicaba su malestar remitiéndose a lo horrible de la cosa misma, es decir, al horror de nuestro mundo, sino que efectuaba una inversión tal que, frente a una actitud como la de SARTRE, ocupándose de semejantes cosas, nosotros deberíamos tener –le cito fielmente- un sentido para algo más noble; no podríamos, en fin, reconocer el sinsentido del horror. Dicho brevemente; mediante su sofisticada cháchara existencial el crítico quería sustraerse a la confrontación con el horror.

Ahí radica, en medida nada desdeñable, el peligro de que el terror se repita, en mantenerlo lejos de nosotros y apartar con violencia a quien ose hablar del mismo, como si el culpable fuera él, por ser tan poco delicado, y no los autores.

En el problema de la autoridad y de la barbarie destaca un aspecto al que por lo general apenas se atiende. A él remite una observación del libro Der SS-Staat (“El Estado de las SS”), de EUGEN KOGON, que contiene idea de capital importancia sobre todo este complejo y que dista mucho de haber sido asimilado por la ciencia y la pedagogía en el grado en que debería haberlo sido. KOGON llama la atención sobre el hecho de que los torturadores del campo de concentración en el que él mismo pasó varios años eran, en su mayoría, jóvenes de familias campesinas. La diferencia cultural todavía subsistente entre la ciudad y el campo es una de las condiciones del terror, aunque, ciertamente, no la única ni la más importante. Disto mucho de albergar sentimientos de superioridad sobre la población campesina. Sé muy bien que nadie tiene la culpa de haber nacido y crecido en una ciudad o en la aldea. Me limito a tomar nota del hecho de que probablemente en las zonas rurales ha avanzado menos la superación de la barbarie que en otros lugares. Tampoco la televisión ni los restantes medios de comunicación de masas han modificado gran cosa la situación de quienes no están muy familiarizados con la cultura. Me parece más correcto expresar este hecho y tratar de remediarlo que ensalzar de manera sentimental cualidades particulares –por otra parte, en vías de desaparición- de la vida de campo.

Me atrevo a sostener que la desbarbarización del campo constituye uno de los objetivos más importantes de la educación. Aquella supone, de todos modos, un estudio de la conciencia e inconsciencia de la población de esos lugares. Ante todo será preciso considerar el efecto producido por los modernos medios de comunicación de masas sobre un estado de conciencia que sólo recientemente ha alcanzado el nivel del liberalismo cultural burgués del siglo diecinueve.

Para cambiar esta situación no podría bastar el sistema normal de escuelas populares, a menudo harto problemático en la campaña. Se me ocurre una serie de posibilidades. Una sería –estoy improvisando- que se planeasen programas de televisión que atendiesen a los puntos neurálgicos de este específico estado de conciencia. Pienso también en la formación de algo así como grupos y columnas móviles de educación, integrados por voluntarios, que saliesen al campo y que, a través de discusiones, cursos y enseñanza suplementaria, intentasen suplir las fallas más peligrosas.

No ignoro, por cierto, que difícilmente tales personas hayan de ser bien recibidas. Pero no tardará en constituirse un pequeño grupo de discusión en torno de ellos, que podría, tal vez, convertirse en un foco de irradiación.

Pero nadie se llame a engaño: también en los centros urbanos, y precisamente en los mayores, encontramos la arcaica inclinación a la fuerza. La tendencia global de la sociedad engendra hoy por todas partes tendencias regresivas, quiero decir, hombres con rasgos sádicos reprimidos. Al respecto quisiera recordar la relación con el cuerpo, desviada y patógena, que HORKHEIMER y yo describimos en DIALÉCTICA DEL ILUMINÍSMO.

En todos los casos en que la conciencia está mutilada, ello se refleja en el cuerpo y en la esfera de lo corporal a través de una estructura compulsiva, proclive al acto de violencia. Basta con repasar cómo en determinado tipo de personas incultas su mismo lenguaje –sobre todo cuando son interrumpidas u objetadas- se vuelve amenazador, como si los gestos del habla fuesen en realidad los propios de una violencia corporal apenas controlada. Por cierto, aquí debería considerarse también el papel del deporte, aún insuficientemente estudiado por una psicología social crítica. El deporte es ambivalente por una parte puede producir un efecto desbarbarizante y antisádico, a través del juego limpio, la caballerosidad y el respeto por el más débil; por el otro, bajo muchas de sus formas y procedimientos, puede fomentar la agresión, la brutalidad y el sadismo, sobre todo entre quienes no se someten personalmente al esfuerzo y la disciplina del deporte, sino que se limitan a ser meros espectadores y acostumbran concurrir a los campos de juego sólo a vociferar.

Tal ambivalencia debería ser analizada sistemáticamente. En la medida en que la educación influya sobre esto, los resultados serían aplicables también a la vida del deporte.

Todo esto se conecta en mayor o menor grado con la vieja estructura ligada a la autoridad, con ciertos modos de comportamiento –casi diría- del bueno y rancio carácter autoritario. Pero lo que produce AUSCHWITZ, los tipos característicos del mundo de AUSCHWITZ, constituyen probablemente una novedad. Por un lado, ellos expresan ciega identificación con lo colectivo. Por el otro, están cortados a propósito para manipular masas, lo colectivo. Tal, los HIMMLER, HÖSS, EICHMANN.

Yo sostengo que lo más importante para evitar el peligro de una repetición de AUSCHWITZ es combatir la ciega supremacía de todas las formas de lo colectivo, fortalecer la resistencia contra ellas arrojando luz sobre el problema de la masificación. Esto no es tan abstracto como suena, en vista de la pasión con que precisamente los hombres jóvenes, de conciencia progresista, se incorporan a toda suerte de grupos.

Puede vincularse este hecho con el padecimiento que en ellos se inflige, sobre todo inicialmente, a quienes llegan a ser admitidos en sus filas. Piénsese, simplemente en las primeras experiencias de la escuela. Habría que atacar todos aquellos modos de FOLK-WAYS, costumbres populares y ritos de iniciación que causan dolor físico a un individuo –a menudo, hasta lo insoportable- como precio para sentirse integrante, miembro del grupo. La maldad de usos como “las NOCHES SALVAJES” y la JUSTICIA BÁVARA, así como la que entrañan otras costumbres autóctonas del mismo jaez que hacen las delicias de cierta gente; esa maldad, digo, constituye una prefiguración directa de la violencia nacionalsocialista.

No es casual que los NAZIS, con el nombre de BRAUCHTUM ,(uso o costumbre) hayan enaltecido y fomentado semejantes atrocidades. He ahí una tarea muy actual para la ciencia. Esta tiene la posibilidad de invertir drásticamente esa tendencia folklorizante –de la que los nazis se apoderaron con entusiasmo- para poner coto a la superviviencia de esas alegrías populares tan brutales cuanto horripilantes. Trátase en esta esfera global de un presunto ideal que en la educación tradicional ha desempeñado también, bastante ignominiosamente, a una expresión de NIETZCHE, aunque en realidad este quiso significar otra cosa. Recuerdo que, durante el juicio por los hechos de AUSCHWITZ, el terrible BOGER tuvo un arranque que culminó con un panegírico de la educación para la disciplina mediante el rigor. Este es necesario para producir el tipo de hombre que a él le parecía perfecto. El ideal pedagógico del rigor en que muchos pueden creer sin reflexionar sobre él es totalmente falso. La idea de que la virilidad consiste en el más alto grado de aguante fue durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que -como lo ha demostrado la psicología- tan fácilmente roza con el sadismo. La ponderada dureza que debe lograr la educación significa, sencillamente, indiferencia al dolor. Al respecto, no se distingue demasiado entre dolor propio y ajeno. La persona dura consigo misma se arroga el derecho de ser dura también con los demás, y se venga en ellos del dolor cuyas emociones no puede manifestar, que debe reprimir. Ha llegado el momento de hacer consciente este mecanismo y de promover una educación que ya no premie como antes el dolor y la capacidad de soportar los dolores.

Con otras palabras, la educación debería tomar en serio una idea que de ningún modo es extraña a la filosofía: la angustia no debe reprimirse. Cuando la angustia no es reprimida, cuando el individuo se permite tener realmente tanta angustia como esta realidad merece, entonces desaparecerá probablemente gran parte del efecto destructor de la angustia inconsciente y desviada.

Los hombres que ciegamente se clasifican en colectividades se transforman a sí mismos en algo casi material, desaparecen como seres autónomos. Ello se corresponde con la disposición a tratar a los demás como masas amorfas. En La personalidad autoritaria encuadré a quienes se conducen así con el nombre de “carácter manipulador”, y lo hice, por cierto en una época en que no eran conocidos, ni mucho menos, el diario de HÖSS y los relatos de EICHMANN. Mis descripciones del carácter manipulador datan de los últimos años de la SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. A veces, la psicología social y la sociología pueden construir conceptos que solo más tarde se confirman empíricamente. El carácter manipulador –cualquiera pude encontrarlo en la fuentes que sobre esos dirigentes nazis están a disposición de todo el mundo- se distingue por su manía organizadora, su absoluta incapacidad para tener experiencias humanas inmediatas, un cierto tipo de ausencia de emoción, de realismo exagerado. Quiere a cualquier precio llevar adelante una supuesta, aunque ilusoria, política realista (REALPOLITIK).

Ni por un momento piensa o desea al mundo de otro modo que como este es, poseído como está de la voluntad OF DOING THINGS, de hacer cosas, indiferente al contenido de tal acción. Hace de la actividad, de la así llamada EFFICIENCY como tal, un culto que tiene su eco en la propaganda del hombre activo. Entretanto, este tipo –si mis observaciones no me engañan, y numerosas investigaciones sociológicas permiten la generalización- se halla mucho más difundido que lo que pudiera pensarse. LO QUE EN SU TIEMPO EJEMPLIFICARON TAN SOLO ALGUNOS MONSTRUOS NAZIS hoy puede afirmarse de muchísimos hombres: delincuentes juveniles, jefes de pandillas y otros similares, acerca de los que todos los días podemos leer noticias en los diarios. Si tuviese que reducir a una fórmula este tipo de carácter manipulador –tal vez no debiese, pero ayuda a la comprensión-, lo calificaría de un tipo con una conciencia cosificada.

En primer lugar, tales hombres se han identificado a sí mismos, en cierta medida, con las cosas. Luego, cuando les es posible, identifican también a los demás con las cosas. El término FERTIGMACHEN (acabar, alistar, ajustar), tan popular en el mundo de los jóvenes patoteros como en el de los nazis, lo expresa con gran exactitud. La expresión describe a los hombres como cosas aprontadas en doble sentido. La tortura es, en opinión de MAX HORKHEIMER, la adaptación dirigida y, en cierta medida, acelerada de los hombres a la colectividad. Algo de esto subyace en el espíritu de la época, si es que todavía puede hablarse de espíritu. Me limito a citar las palabras, de PAUL VALERY, pronunciadas antes de la última guerra, a saber: que la inhumanidad tiene un futuro grandioso. Particularmente difícil es rebatirlas cuando hombres de tal tipo manipulador, incapaces de experiencias propiamente dichas, manifiestan por eso mismo rasgos de inaccesibilidad que los emparientan con ciertos enfermos mentales o caracteres psicóticos, esquizoides. Con miras a impedir la repetición de AUSCHWITZ me parece esencial poner en claro, en primer lugar, cómo aparece el carácter manipulador, a fin de procurar luego, en la medida de lo posible, estorbar su surgimiento mediante la modificación de las condiciones. Quisiera hacer una propuesta concreta, que se estudia a los culpables de AUSCHWITZ con todos los métodos de que dispone la ciencia, en especial con el psicoanálisis prolongado durante años, para descubrir, si es posible, cómo surgen tales hombres. Si ellos, por su parte, en contradicción con la estructura de su propio carácter, contribuyeran en algo, tal es el bien que áun están a tiempo de hacer en pro de que AUSCHWITZ no se repita. En efecto, esto sólo podría lograrse si ellos quisieran colaborar en la investigación de su propia génesis. Podría resultar difícil, de todos modos, inducirlos a hablar: bajo ningún concepto sería lícito aplicarles, para conocer cómo llegaron a ser lo que son, métodos afines a los empleados por ellos. Por de pronto, se sienten tan a salvo –precisamente en su colectividad, en el sentimiento de que todos ellos en conjunto son viejos nazis- que apenas uno solo ha mostrado sentimientos de culpa. No obstante, cabe presumir que existen también en ellos, o al menos en muchos de ellos, puntos de abordaje psicológicos a través de los cuales sería posible modificar esta situación: por ejemplo, su narcisismo o , dicho llanamente , su vanidad. Ahí tienen la posibilidad de hacerse importantes hablando de sí mismos sin trabas, como EICHMANN, quien, por cierto, llenó bibliotecas enteras con sus declaraciones. Por último, es posible que también en estas personas, si se las indaga con suficiente profundidad, existan restos de la antigua conciencia moral, que hoy se encuentra a menudo en vías de descomposición.

Ahora bien, conocidas las condiciones internas y externas que los hicieron tales –si es que se me admite la hipótesis de que, en efecto, es posible descubrirlas-, se pueden extraer ciertas conclusiones prácticas encaminadas a evitar que se repitan. Si ese intento sirve o no de algo sólo se mostrará cuando se lo emprenda; yo no quisiera sobrestimarlo aquí. Es preciso reconocer que los hombres no son explicables de manera automática a partir de tales condiciones. Idénticas condiciones produjeron hombres diferentes. No obstante, valdría la pena ensayarlo. Ya el simple planteamiento del problema de cómo alguien devino lo que es encierra un potencial de ilustración. En efecto, es característico de los estados perniciosos de conciencia e inconsciencia que el hombre considere falsamente su facticidad, su ser-así -el ser de tal índole y no de otra-, como su naturaleza, como un dato inalterable, y no como algo que ha devenido. Acabo de mencionar el concepto de conciencia cosificada. Pues bien, esta es ante todo la conciencia que se ciega respecto de todo ser devenido, de toda comprensión de la propia condicionalidad, y absolutiza lo que es-así. Si se lograra romper este mecanismo compulsivo, pienso que se habría ganado algo.

En conexión con la conciencia cosificada debe tratarse metódicamente también la relación con la técnica, y de ningún modo sólo en lo pequeños grupos. Esta relación es tan ambivalente como la del deporte, con el que, por lo demás, guarda aquella cierta afinidad. Por un lado, cada época produce aquellos caracteres -tipos de distribución de energía psíquica- que necesita socialmente. Un mundo como el de hoy, en el que la técnica ocupa una posición clave, produce hombres tecnológicos, acordes con ella. Esto tiene su buena dosis de racionalidad: serán más competentes en su estrecho campo, y este hecho tiene consecuencias en una esfera mucho más amplia. Por otro lado, en la relación actual con la técnica hay algo excesivo, irracional, patógeno. Ese algo está vinculado con el . Los hombres tienden a tomar la técnica por la cosa misma, a considerarla un fin autónomo, una fuerza con ser propio, y, por eso, a olvidar que ella es la prolongación del brazo humano. Los medios –y la técnica es un conjunto de medios para la autoconservación de la especie humana- son fetichizados porque los fines –una vida humana digna- han sido velados y expulsados de la conciencia de los hombres. Formulado esto de manera tan general, no puede menos que parecer evidente. Pero tal hipótesis es aún demasiado abstracta.

No sabemos con precisión cómo el fetichismo de la técnica se apodera de la psicología de los individuos, dónde está el umbral entre una relación racional con la técnica y aquella sobrevaloración que lleva, en definitiva, a que quien proyecta un sistema de trenes para conducir sin tropiezos y con la mayor rapidez posible las víctimas a AUSCHWITZ, olvide cuál es la suerte que aguarda a estas allí. El tipo proclive a la fetichización de la técnica está representado por los hombres que, dicho sencillamente, son incapaces de amar. Esta afirmación no tiene un sentido sentimental ni moralizante: se limita a describir la deficiente relación libidinosa con otras personas. Trátase de hombres absolutamente fríos, que niegan en su fuero más íntimo la posibilidad de amar y rechazan desde un principio, aun antes de que se desarrolle, su amor por otros hombres. Y la capacidad de amar que en ellos sobrevive se vuelca invariablemente a los medios. Los tipos de carácter signados por los prejuicios y el autoritarismo, que estudiamos en LA PERSONALIDAD AUTORITARIA ( escrito durante nuestra estadía en BERKELEY), suministran abundantes pruebas al respecto. Un sujeto de experimentación –y esta expresión no puede ser más típica de la conciencia cosificada- decía de sí mismo: I LIKE NICE EQUIPMENT (ME GUSTAN LOS APARATOS LINDOS), con absoluta prescindencia de cuáles fuesen tales aparatos. Su amor estaba absorbido por cosas, por las máquinas como tales. Lo que consterna en todo esto –digo , porque nos permite ver lo desesperado de las tentativas por contrarrestarlo- es que esa tendencia coincide con la tendencia global de la civilización. Combatirla equivale a contrariar el espíritu del mundo; pero con esto no hago sino repetir algo que caractericé al comienzo como el aspecto más sombrío de una educación contra un nuevo AUSCHWITZ.

Dije que esos hombres son especialmente fríos. Permítaseme que me extienda un poco acerca de la frialdad en general. Si esta no fuese un rasgo fundamental de la antropología, o sea, de la constitución de los hombres tal como estos son de hecho en nuestra sociedad, y si, en consecuencia, aquellos no fuesen en el fondo indiferentes hacia cuanto sucede a los demás, con excepción de unos pocos con quienes se hallan unidos estrechamente y tal vez por intereses palpables, AUSCHWITZ no habría sido posible; los hombres no lo hubiesen tolerado. La sociedad en su actual estructura –y sin duda desde hace muchos milenios- no se funda, como afirmara ideológicamente ARISTÓTELES, en la atracción sino en la persecución del propio interés en detrimento de los intereses de los demás.

Esto ha modelado el carácter de los hombres, hasta en su entraña más intima. Cuanto lo contradice, el impulso gregario de la llamada LONELY CROWD, la muchedumbre solitaria, es una reacción, un aglomerarse de gente fría que no soporta su propia frialdad, pero que tampoco puede superarla. Los hombres, sin excepción alguna, se sienten hoy demasiado poco amados, porque todos aman demasiado poco. La incapacidad de identificación fue sin duda la condición psicológica más importante para que pudiese suceder algo como AUSCHWITZ entre hombres en cierta medida bien educados e inofensivos.

Lo que suele llamarse fue primariamente interés egoísta: defender el provecho propio antes que nada, y, para no correr riesgos -¡eso no!-, cerrar la boca.

Es esta una ley general en relación con el orden establecido. El silencio bajo el terror fue solamente su consecuencia. La frialdad de la unidad social, del competidor aislado, en cuanto indiferencia frente al destino de los demás, fue precondición de que unos pocos se movieran. Bien lo saben los torturadores: ¡tantas veces lo comprueban! Que no se me entienda mal. No pretendo predicar el amor. Sería inútil. Además, nadie tendría derecho a hacerlo, puesto que la falta de amor –ya lo dije- es una falla de todos los hombres, sin excepción alguna, dentro de las actuales formas de existencia. La prédica del amor presupone en aquellos a quienes se dirige una estructura de carácter diversa de la que se quiere modificar. Los hombres a quienes se debe amar son tales que ellos mismos no pueden amar, y, por lo tanto, en modo algunos son merecedores de amor. Uno de los grandes impulsos del cristianismo, impulso que no se identificaba de manera directa con el dogma, fue el de extirpar la frialdad que todo lo penetra. Pero este intento fracasó, precisamente por que dejó intacto el ordenamiento social que produce y reproduce la frialdad. Probablemente esa calidez entre los hombres por todos anhelada nunca haya existido, ni siquiera entre pacíficos salvajes, salvo durante breves períodos o en grupos muy pequeños. Los tan denostados utopistas lo han visto. Así, CHARLES FOURIER caracterizó la atracción como algo que es preciso establecer por medio de un ordenamiento social humano; reconoció también que ese estado, sólo será posible cuando no se repriman las pulsiones de los hombres, cuando se las satisfaga y desbloquee. Si hay algo que puede proteger al hombre de la frialdad como condición de desdicha, es la comprensión de las condiciones que determinan su surgimiento y el esfuerzo por contrarrestarlas desde el comienzo en el ámbito individual.

Podría pensarse que cuanto menos es rechazado en la infancia, cuanto mejor se trata a los niños, tanto mayor es LA CHANCE. Pero también aquí acechan ilusiones. Los niños que nada sospechan de la crueldad y la dureza de la vida, en cuanto se alejan del círculo de protección sen encuentran todavía más expuestos a la barbarie. Pero, ante todo, no se puede exhortar a los padres a que practiquen esa calidez, pues ellos mismos son producto de esta sociedad, cuyas marcas llevan. El requerimiento de prodigar más calidez a los hijos invoca artificialmente esta y por lo mismo la niega. Tampoco es posible exigir amor en las relaciones profesionales, formales, como las de MAESTRO Y ALUMNO, MÉDICO Y PACIENTE, ABOGADO Y CLIENTE. El amor es algo inmediato y está por esencia en contradicción con las relaciones mediatas. El mandamiento del amor –tanto más en la forma imperativa de que se debe amar- constituye en sí mismo un componente de la ideología que eterniza a la frialdad. Así, se define por su carácter forzoso, represivo, y actúa en contra de la capacidad de amar. En consecuencia, lo primero es procurar que la frialdad cobre conciencia de sí, así también de las condiciones que la engendran.

Para terminar, quiero referirme en pocas palabras a algunas posibilidades de la concientización de los mecanismos subjetivos en general, de esos mecanismos sin los cuales AUSCHWITZ no habría sido posible. Es necesario el conocimiento de tales mecanismos, así como el de la defensa de carácter estereotipado que bloquea esa toma de conciencia. Los que aún dicen en nuestros días que las cosas no fueron así, o que no fueron tan malas, defienden en realidad lo sucedido y estarían sin duda dispuestos a asentir o a colaborar si un día aquello se repitiese. Aunque la ilustración racional –como la psicología lo sabe muy bien- no disuelve en forma directa los mecanismos inconscientes, refuerza al menos en el preconsciente ciertas instancias que se les oponen, y contribuye a crear un clima desfavorable a lo desmesurado. Si la conciencia cultural en su conjunto se penetrase realmente de la idea de que los rasgos que en AUSCHWITZ ejercieron su influencia revisten un carácter patógeno, tal vez los hombres los controlarían mejor.

Habría que ilustrar también la posibilidad de desplazamiento de lo que en AUSCHWITZ irrumpió desde las sombras. Mañana puede tocarle el turno a otro grupo que no sea el de los judíos, por ejemplo los viejos, que aún fueron respetados durante el TERCER REICH precisamente en razón de la matanza de los judíos, o los intelectuales, o simplemente los grupos disidentes.

El clima –ya me referí a esto- que más favorece la repetición de AUSCHWITZ es el resurgimiento del NACIONALISMO. Este es tan malo porque en una época de comunicación internacional y de bloques supranacionales ya no puede creer en sí mismo tan fácilmente y debe hipertrofiarse hasta la desmesura para convencerse a sí y convencer a los demás de que aún sigue siendo sustancial.

No hay que desistir de indicar posibilidades concretas de resistencia. Es hora de terminar, por ejemplo, con la historia de los asesinatos por eutanasia, que en ALEMANIA, gracias a la resistencia que se les opuso, no pudieron perpetrarse en la medida proyectada por los nacionalsocialistas. La oposición se limitó al endogrupo: tal es, precisamente, un síntoma muy patente y difundido de la frialdad universal. Ante todo, sin embargo, tal resistencia está limitada por la insaciabilidad propia del principio persecutorio. Sencillamente, cualquier hombre que no pertenezca al grupo perseguidor puede ser una víctima; he ahí un crudo interés egoísta al que es posible apelar. Por último, deberíamos inquirir por las condiciones específicas, históricamente objetivas, de las persecuciones. Los llamados movimientos de renovación nacional, en una época en que el nacionalismo está decrépito, se muestran especialmente proclives a las prácticas sádicas.

Finalmente, la educación política debería proponerse como objetivo central impedir que AUSCHWITZ se repita. Ello sólo será posible si trata este problema, el más importante de todos, abiertamente, sin miedo de chocar con poderes establecidos de cualquier tipo. Para ello debería transformarse en sociología, es decir, esclarecer acerca del juego de las fuerzas sociales que se mueven tras la superficie de las formas políticas. Debería tratarse críticamente –digamos a manera de ejemplo- un concepto tan respetable como el de : cuando se coloca el derecho del ESTADO por sobre el de sus súbditos, se pone ya potencialmente el terror.

WALTER BENJAMÍN me preguntó cierta vez durante la emigración, cuando yo viajaba todavía esporádicamente a ALEMANIA, si aún había allí suficientes esclavos de verdugo que ejecutasen lo que los nazis les ordenaban. Los había. Pero la pregunta tenía una justificación profunda. BENJAMIN percibía que los hombres que ejecutan, a diferencia de los asesinos de escritorio y de los ideólogos, actúan en contradicción con sus propios intereses inmediatos; son asesinos de sí mismos en el momento mismo en que asesinan a los otros. Temo que las medidas que pudiesen adoptarse en el campo de la educación, por amplias que fuesen, no impedirán que volviesen a surgir los asesinos de escritorio. Pero que haya hombres que, subordinados como esclavos, ejecuten lo que les mandan, con lo que perpetúan su propia esclavitud y pierden su propia dignidad......que haya otros BOGER y KADUK, es cosa que la educación y la ilustración pueden impedir en parte.

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