Tzvetan Todorov: adiós al apóstol del humanismo





Tzvetan Todorov, fallecido ayer en París, fue un intelectual polifacético: lingüista, filósofo, historiador, teórico de la literatura. Nacido en Bulgaria en 1939, vivió parte de su vida, hasta los 24 años en que se instaló en Francia, bajo una dictadura comunista. Era, pues, uno de esos intelectuales de la Europa del Este con los que sus colegas de Occidente no fueron suficientemente solidarios durante demasiado tiempo, como recordaba acusatoriamente Tony Judt; bien que en el caso de Todorov, su temprana salida de su país le librara de las persecuciones sufridas por intelectuales como Havel y tantos otros, y bien que a él le ayudara para abrirse camino en Francia alguien como Roland Barthes.

La propia variedad o dispersión de sus trabajos, debida a la pluralidad de sus intereses, pudieron perjudicar su proyección popular al ser difícil adjudicarle una etiqueta («mi trabajo se dirige a los hechos de cultura, de moral, de política, y practico, particularmente, la historia de las ideas», escribió en una ocasión). Lo que no impidió que recibiera diversos reconocimientos, como el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales («por representar el espíritu de la unidad de Europa, del Este y del Oeste, y el compromiso con los ideales de libertad, igualdad, integración y justicia») en 2008, por citar el que más de cerca nos toca a los españoles.

En Francia llegó a dirigir el Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje, dentro del CNRS; Centro Nacional de Investigación Científica; además dio clases en universidades americanas como Yale, Harvard o Berkeley. A París llegó tras sus estudios en la Universidad de Sofía para escribir su tesis sobre la novela Las amistades peligrosas del francés Choderlos de Laclos. El trabajo, adscrito a los postulados estructuralistas de Barthes, se publicaría unos años después con el título de Literatura y significación. Antes había publicado un estudio sobre los formalistas rusos. Dentro de la teoría literaria y de los principios estructuralistas, publicó nuevos trabajos sobre temas como El Decamerón o la literatura fantástica, al final de la década de los 60. En la década siguiente siguió ocupándose de cuestiones relacionadas con el lenguaje y la semiótica. Obras de ese periodo son Teorías del símbolo, Los géneros del discurso, Simbolismo e interpretación o, ya en 1981, Mijaíl Bajtin y el principio dialógico.

En los años 80, sus intereses se abren a nuevos campos como la conquista de América y el choque de culturas. Un título elocuente a este respecto es La conquista de América, la cuestión del otro. Ese interés no parece en absoluto a su condición, para decirlo con sus propias palabras, de hombre desplazado, perteneciente a dos mundos distintos dentro del mismo continente. Nosotros y los otros, del final de la década de los 80, puede verse en la misma línea.

Metido en cuestiones antropológicas, se propuso el desarrollo de una antropología que mediara entre la filosofía y ciencias como la psicología y la sociología, sin olvidar la capacidad indagadora en la condición humana que posee la literatura. La vida en común, de mediados de los 90, es un título destacado a este respecto. El formalismo que le había interesado en su juventud quedaba ya muy lejos.

En los años siguientes, Todorov se vuelve especialmente prolífico, con títulos que participan de la política y de la filosofía, sin olvidar cuestiones artísticas: Los abusos de la memoria, El hombre desplazado, El jardín imperfecto: luces y sombras del pensamiento humanista, Memoria del mal, tentación del bien, El nuevo desorden mundial, Los aventureros del absoluto, El miedo a los bárbaros: más allá del choque de civilizaciones... Títulos elocuentes, la mayoría de los cuales están editados en España.

La memoria fue otro tema que le ocupó en años relativamente recientes. En el título de un libro se preguntó si ésta era un remedio contra el mal. «No existe deber de memoria en sí», escribió; «la memoria puede ser puesta tanto al servicio del bien como del mal, tanto utilizada para favorecer nuestro interés egoísta como la felicidad de los demás. El recuerdo puede permanecer estéril, extraviarnos incluso. Si se sacraliza el pasado, se impide comprenderlo y obtener de él lecciones que se refieran a otros tiempos y otros lugares, que se apliquen a nuevos protagonistas de la historia. Pero si, por el contrario, se lo banaliza, aplicándolo a nuevas situaciones, si se buscan en él soluciones inmediatas para las dificultades presentes, los daños no son menores: no sólo se disfraza el pasado, se desconoce también el presente y se abre el camino a la injusticia. La manía analógica no es menos lamentable que la obsesión literalista». Auschwitz encierra una lección, pero su horror no es el horror de nuestros días. «Para que el pasado siga siendo fecundo», añadía Todorov, «es preciso aceptar que pase por el filtro de la abstracción, que se integre en el debate referente a lo justo y lo injusto».

El periódico L'Express le definió merecidamente en una ocasión como el apóstol del humanismo. En efecto, la pregunta sobre cómo vivir (como individuos, en comunidad y entre comunidades) estaba al fondo de todo lo que escribía. Él, por su parte, reivindicaba el que llamaba humanismo crítico, que veían encarnado en personajes como Primo Levi o Vassili Grossman. El humanismo crítico le parecía la forma del humanismo moderno; un humanismo cuya premisa básica era el reconocimiento del horror que los hombres eran capaces de infligir a sus semejantes. Nada de optimismo antropológico, sino todo lo contrario: reconocimiento del mal (memoria del mal) para enmendarlo. Pero junto a eso, la afirmación de la posibilidad del bien. No un bien universal y absoluto, sino -¿camusianamente?- la posibilidad de hacer el bien concreto a personas concretas, la necesidad, no de crear paraísos en la Tierra, sino de no empeorar el mundo y mejorarlo en la medida parcial de lo posible. «Un bien que conduce a tomar al hombre, en su identidad concreta e individual, como fin último de su acción, a quererlo y a amarlo». Ese humanismo crítico debe estar tan alejado de la sombra (¿protectora? ¿opresora? ¿evasora?) de cualquier ser sobrenatural como de las leyes históricas y los principios abstractos, llámense revolución o pureza racial. Ni que decir tiene que colocaba al individuo y a los valores universalistas por encima de las identidades colectivas. «La democracia tolera los cuerpos intermedios (las comunidades en el seno de la sociedad tomada como un todo), pero sin privilegiarlos. Quiere que todos los individuos de un Estado tengan los mismos derechos y que ningún individuo aliene su voluntad y su razón en beneficio de la comunidad -étnica, lingüística, religiosa, racial, sexual- a la que pertenece». No cabe duda de que la lectura de Todorov sigue resultando útil, actual y necesaria.

Repasando el siglo XX, el totalitarismo -moneda de dos caras: fascismo y comunismo- le parecía el fenómeno más característico de la centuria, junto con el consiguiente combate entre totalitarismo y democracia. Con ello, asumía la idea del corto siglo XX (1917-1991). La aparición del totalitarismo era una impugnación de la idea de progreso, ya que esos regímenes eran peores de lo que les había precedido. Semejante constatación no le llevaba al pesimismo, sólo a la constatación de que la historia no está regida por leyes. Y a la hora de pasar la página del siglo XX, quería que fuera recordado por figuras como las citadas, «individuos de dramático destino y lucidez implacable que siguieron creyendo, a pesar de todo, que el hombre merece seguir siendo el objetivo del hombre».

Share:

0 comments