¿Qué ha pasado en Chile?

 
 
¿Qué ha pasado en Chile? (1)

Pablo Aravena, Claudio Pérez, Germán Alburquerque (2)
Osvaldo Fernández (3)
Claudia Rojas (4)


(1) Texto leído en el acto de inauguración de las VI Jornadas Internacionales de Problemas Latinoamericanos: los movimientos sociales, políticos y culturales democráticos frente a la restauración neoliberal. 27 de noviembre de 2019. Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Facultad de Humanidades y Educación, Universidad de Valparaíso, Chile.
(2) Instituto de Historia y Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso. pablo.aravena@uv.cl claudio.perezsil@uv.cl german.alburquerque@uv.cl
(3) Instituto de Filosofía, Universidad de Valparaíso. ofd1935@gmail.com
(4) Departamento de Trabajo Social, Universidad Tecnológica Metropolitana. c.rojasm@utem.cl


  El Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 no fue un cuartelazo más, tampoco buscó irrumpir en el escenario político nacional con el objetivo de reconfigurar y ampliar el bloque de alianzas políticas del entramado opositor al gobierno de Allende en miras a su renuncia. Menos aun, se levantó con el objetivo inmediato y único de restablecer los poderes y privilegios perdidos por sectores de la clase dominante chilena durante el gobierno de la Unidad Popular. El Golpe de Estado de septiembre de 1973 fue una intervención militar completa, pensada y materializada por el conjunto de las Fuerzas Armadas y de Orden con el objetivo de reconfigurar la sociedad chilena sobre nuevas concepciones sociales, políticas y económicas. Fue, por tanto, una refundación.
  En función de dicho objetivo, la dictadura se articuló política, ideológica, social y militarmente a través de una amplia alianza de fuerzas -principalmente anticomunistas- y bajo una lógica represiva totalizante e integral enmarcada en los cánones de la Doctrina de Seguridad Nacional y la estrategia de contrainsurgencia. Dentro de estos marcos se llevó adelante la más amplia y contundente ofensiva represiva en contra de los principales referentes políticos de la izquierda chilena, así como de las distintas expresiones del movimiento popular chileno.
  El Estado chileno nacido a partir del propio Golpe, asumía la conducción política-militar y operativa sobre el proceso represivo. Para ello, se implementó sistemáticamente un tipo particular de represión que escapaba a los tradicionales mecanismos y formas represivas con las cuales el Estado, las clases dominantes y las fuerzas de seguridad, en distintas etapas de la historia de Chile, habían enfrentado el protagonismo del movimiento popular y la izquierda chilena.
  En este contexto, se da paso a la detención y desaparición de personas, así como a las ejecuciones de detenidos, al exilio masivo de miles de chilenos y chilenas, la prisión política y tortura sistemática de los detenidos y detenidas, la mayoría militantes de partidos de izquierda con fuerte arraigo en la clase trabajadora organizada, el mundo sindical, campesino, el movimiento de pobladores y estudiantil. Todo a objeto de terminar, entre otras cosas, con los estrechos vínculos construidos históricamente entre las expresiones orgánicas del movimiento popular y los referentes políticos de izquierda, garantizando de esta forma el aislamiento de las organizaciones políticas y su capacidad para reconstituirse al alero de las dinámicas del movimiento popular. El terror, expresado como terrorismo de Estado, fue entonces la forma preferente y uniforme para frenar todo intento de rearticulación política social o de resistencia a la dictadura. Lo anterior, con la finalidad de desmantelar y aniquilar las estructuras partidarias, reduciendo con ello cualquier posibilidad o intento de rearticulación política efectiva. Una vez logrados estos objetivos, las condiciones político-sociales para la refundación capitalista y la construcción de la nueva sociedad estaban garantizadas. A nuestro juicio, este es el papel central de la represión llevada adelante los primeros años de la dictadura.
  Sostenemos de igual forma, que las Fuerzas Armadas que impulsaron el golpe de Estado y dieron forma y contenido a la dictadura, no se encontraban solas en este objetivo refundacional. Se aglutinaron y cohesionaron con ellas la Corte Suprema de Justicia; los sectores tradicionales de la sociedad chilena en torno a la oligarquía terrateniente; el grueso de la burguesía financiera y comercial y los sectores industriales.
  De igual forma, fueron parte del entramado golpista, importantes sectores de las capas medias (aunque luego se sumaron a la oposición de la dictadura, sobre todo en el marco de la crisis económica de inicio de los años ochenta y en el contexto de las movilizaciones populares desde 1983 en adelante). Particularmente, los sectores articulados en los colegios profesionales como el de abogados, médicos, ingenieros y profesores. Así como transportistas y comerciantes. Desde el punto de vista político, destacan los apoyos irrestrictos de la totalidad de la derecha chilena y de una parte importante de la Democracia Cristiana, encabezada políticamente en ese entonces por el ex presidente Eduardo Frei Montalva y por Patricio Aylwin Azocar.
  Con este entramado de fuerzas y apoyos, la dictadura llevo adelante la refundación de la sociedad y la economía chilena en torno a la matriz neoliberal. La nueva economía, reforzó el carácter dependiente y exportador de materias primas. Fomentando la inversión extranjera (aparte del cobre) en las áreas forestales, de pesca y agroindustrial. Se privatizaron las empresas del Estado y se privilegió la importación de manufacturas, ahogando y terminando con gran parte de la industria nacional.
  Los cambios económicos con mayor impacto sobre la población se encuentran en el área de los servicios. Se traspasó la previsión social a entidades privadas (Administradoras de Fondos de Pensiones (AFPs), misma situación para el sistema de Salud y Educación. Los resultados inmediatos de estos procesos fueron la cesantía de miles de trabajadores y trabajadoras y la desproletarización de un segmento importante de trabajadores urbanos.
  Pero sin duda, la obra que consolidó a la dictadura y fijó la ruta principal de la refundación capitalista en Chile fue la Constitución Política de 1980. Este ordenamiento, en lo fundamental y a modo de herencia, configuró a la sociedad chilena en torno al mercado, la eliminación de todo lazo solidario y su recambio por la competencia entre individuos. Estableció los criterios y marco formal por el que se debía desenvolver el régimen político y la sociedad chilena hasta nuestros días.
  Nuevas investigaciones dan cuenta de la continuidad irrestricta, así como del perfeccionamiento, del modelo neoliberal a partir de los denominados gobiernos democráticos. Privatizaciones de empresas estratégicas, carreteras, puertos, recursos naturales, agua y litio entre otros, son sin duda los principales. De igual forma, reforzaron la economía primaria exportadora y se llevaron adelante importantes ajustes, léase profundización, al legado económico de la dictadura mediante recorte del gasto social y subsidios a empresas privadas y entrega directa de millones de dólares anualmente a la salud privada (a través del Plan Auge), y al sistema privado de educación superior (a través de Crédito con Aval del Estado), y hasta hoy mismo con el fallido resultado de las demandas de gratuidad de la educación. Paradojalmente dada como respuesta al movimiento estudiantil del 2011 (importante precedente del malestar social para comprender el actual estallido social), pero en donde lo que resultó fue que los privados han sido los principales beneficiarios: la gratuidad resultante fue un boucher al portador, que han sabido captar mejor las universidades privadas, de modo que el Estado les transfiere directamente grandes sumas por prestar sus servicios a un estudiante-cliente.
  En democracia se llevó adelante la más importante operación política y cultural en favor de una ideología de consumo a ultranza, el ciudadano fue reemplazado por el consumidor, destruyendo con ello las antiguas bases y concepciones en torno a una sociedad de derechos sociales. Todo este proceso de “ingeniería política” se desarrolló, al igual que en dictadura, reprimiendo y aislando en paralelo a los actores de las diversas demandas sociales que cuestionaban la pérdida de derechos sociales y la mercantilización de la vida, y peor aún, a través del terrorismo de Estado como en el caso de la represión al pueblo mapuche con burdos y sangrientos montajes. Pero dicha operación cultural permeó a la sociedad entera incluida sus instituciones: los últimos años hemos asistido al destape de escandalosos casos de corrupción de las FFAA, Carabineros, Aparato Judicial, Colusión monopólica de grupos comerciales y empresariales, etc. Paralelamente la Institución que había arbitrado en última instancia (la iglesia católica) va en un proceso de caída de su autoridad que parece no tener vuelta.
  A grandes rasgos en este contexto acontece el llamado “estallido social” (el octubre chileno). Acontece como un fenómeno telúrico: todos sabían que se produciría (había “energía” acumulada), pero nadie podía decir cuando ni con qué intensidad. Con energía acumulada nos referimos a dosis tremendas (insoportables) de malestar derivado del sometimiento de gran porcentaje de la población chilena a lo que se llama “violencia estructural” o “violencia objetiva”, ese tipo de violencia imperceptible por vía de su naturalización, un tipo de violencia que es condición del funcionamiento del modelo: en una palabra la precariedad material y simbólica de una mayoría a la que el neoliberalismo somete como condición del enriquecimiento obsceno de unas minorías, la usurpación de las riquezas nacionales y la destrucción del medio. Hasta este momento podemos contar motivos y razones del estallido, pero tarea más detallada y exigente es decir por qué ahora, no antes (quizá el detonante se esconda en aquello que consideramos anecdótico o irrelevante para el análisis). Otra cuestión es tratar de dar cuenta de la magnitud de violencia “de la calle” que hemos visto brotar en una magnitud inédita, cuya única medida quizá sea a magnitud de la violencia estructural de nuestra sociedad. Puede sonar extraño, pero solo esta violencia de la calle nos ha hecho representarnos la violencia intrínseca a nuestro sistema. Parece que a ratos nos asustaos de nosotros mismos. Y como respuesta no puede venir sino una inédita violencia policial, casi inverosímil.
  La respuesta institucional ha sido un Pacto de Paz y promesa de nueva constitución sellada por unos partidos políticos y parlamento absolutamente deslegitimados. Pacto que sucede luego de que el presidente de Chile manifestara estar en una guerra, luego del estado de excepción y toque de queda, luego de veinticuatro muertos, luego de más de doscientas mutilaciones a manifestantes (la gran mayoría estudiantes que han perdido la vista), pacto al que se llegó apurado por al menos el alto mando de la Marina, tal como lo ha confesado recientemente en un programa de prensa el senador Jun Ignacio Latorre, quien dice haber recibido llamadas de tal alto mando diciendo que “se acababa el tiempo”. Se trata entonces de un pacto al menos ilegítimo en su origen, y no sabemos aún a ciencia cierta que tan conveniente en sus términos, pero un pacto que en lo inmediato implica también un gran riesgo para la gente que ha quedado al margen de él, para quienes siguen manifestándose, pues cerrado este nuevo pacto quedan en un “afuera”, en una suerte de nuevo Estado de Naturaleza que predeciblemente el gobierno busca tiranizar prontamente. Después del pacto quienes están en la calle corren más peligro que antes. Pero no pueden ser sacrificados ni menos auto sacrificarse. (Quisiéramos pensar que esta denuncia servirá en algo para ello)
  Pero en la tarea reflexiva de establecer una suerte de genealogía de la coyuntura actual no podemos aislar lo que fue sin duda un precedente, o más bien momento precursor fundamental, nos referimos a la nueva ola feminista, que estalló en Chile el 2018, y que se conoce como “mayo feminista”, movimiento con precedentes globales, pero cuya magnitud local nadie pudo prever.
  La irrupción de este movimiento constituye un acto de recuperación de la “historicidad feminista del siglo XX”, es decir, el retorno en las nuevas generaciones de mujeres y de feministas, de la utopía y de la voluntad de construir una sociedad democrática, cuyo pilar fundamental sea la inclusión de las mujeres en todos los ámbitos sociales, políticos, económicos y culturales. Historicidad acallada, manipulada e invisibilizada. No es casual que el movimiento feminista de 2018 no conociera, por ejemplo, las luchas del Movimiento pro Emancipación de las Mujeres de Chile (MEMCH) de los años treinta y cuarenta, por ejemplo. Resultan insuficientes aún los estudios realizados acerca del real impacto que ha significado el accionar del movimiento de mujeres y en particular del movimiento feminista en la historia de Chile y las estrategias articuladoras que se han aplicado para avanzar en torno a un programa visionario y emancipador, probablemente se deba a que continúa predominando una cierta amnesia acerca del papel de las luchas feministas en la historia política de Chile.
  Sus principales demandas surgieron desde las estudiantes universitarias y se hicieron en gran medida transversales. Según las encuestas de aquel momento, el 71% de la ciudadanía las apoyaba. Más de 25 universidades, entre públicas y privadas estuvieron en toma entre abril y junio de 2018. Las demandas feministas iniciales tuvieron que ver con el “abuso” en general, hecho carne en las relaciones interpersonales. Específicamente el acoso y/o el abuso sexual; la violencia de género; la urgencia de educación sexual y del ejercicio de la sexualidad responsable; relaciones sociales con enfoque de género; enfoque de género respecto de los perfiles de egreso y respeto a la diversidad sexual; servicios higiénicos universales; uso del lenguaje inclusivo y aceptación del nombre social de cualquier persona transgénero no binaria; bibliografía feminista de las distintas disciplinas; creación de oficinas de género en las universidades; plantel de profesores con al menos un 20% de mujeres en cada Departamento; Jornadas Educativas con perspectiva de género y Derechos Humanos, entre otras demandas.
  Se trató de una revuelta sin precedentes, fue calificada por algunos como la primera gran revolución feminista del país. Hoy el activismo feminista de 2018 continúa y se multiplica, así por ejemplo en marzo de 2019, una gran diversidad de organizaciones, llamaron a la Huelga Feminista, con un éxito rotundo. Lo que empezó con demandas específicas de género se amplió a demandas como la desigualdad salarial, la necesidad de una educación no sexista y su interpelación al orden patriarcal y neoliberal, dejando en evidencia que no es suficiente con desarrollar políticas de género para la integración social de las mujeres al actual orden de cosas, sino que se requiere de una transformación profunda y estructural como lo está demandando hoy día el movimiento social. Se ha escuchado en las múltiples asambleas, marchas y actos público el imperativo de “cambiar la vida” y que “la dignidad se haga costumbre”.
  El análisis de Silvia Federici –declarada Doctora Honoris Causa por esta Universidad el pasado año– sobre la situación actual de las mujeres en el mundo pone énfasis en la manera en que la globalización ha afectado directamente sus derechos y las condiciones materiales de la reproducción social. Estos novedosos movimientos feministas están luchando por el sostenimiento de sus comunidades y exigiendo a los Estados una mayor inversión en la reproducción de la fuerza de trabajo así como la salvaguardia de los recursos naturales en contra de su sobreexplotación por el capitalismo. Las feminista de ayer y de hoy han sido articuladoras de rebeldías, de las que somos herederos y herederas, como también de sus numerosas conquistas y de los atributos de su particular liderazgo, todo lo cual hoy se pone en valor, al tiempo que surgen nuevas problemáticas y conflictos. Por ello, en palabras de Sofía Brito, dirigente del “mayo feminista”: “Sin feminismo no habrá política posible, sólo repeticiones, reiteraciones, con empaques novedosos, deconstruidos, pero que terminan siendo más de lo mismo”.
  Desde luego no es casual tampoco que los movimientos del 2011, 2018 y 2019 hayan tenido como escenario las universidades. Sobre todo las públicas, una de las instituciones en donde se viven con mayor dramatismo las contradicciones entre un ordenamiento institucional estatal y las exigencias de funcionamiento del neoliberalismo.
  Hasta el período de la dictadura militar, la universidad chilena era, principalmente, estatal, pública y gratuita, porque según los principios del “Estado docente”, la educación era un deber del Estado y un derecho de los ciudadanos y ciudadanas. La aplicación brutal de los principios neoliberales, que se impusieron en Chile durante el período de la dictadura estableció la subsidiariedad del Estado como principio regulador de toda la función pública. Así, como ya hemos dicho, la previsión, la salud y la educación pasaron a ser regidas por el mercado. Lo que implicaba su privatización, y la introducción en ellas del incentivo económico: el lucro. Entonces surgieron, en la previsión las AFP, en la salud las Isapres, y en la educación superior, las universidades privadas con fines de lucro.
  En la educación superior esta política comenzó, con la intervención directa de las universidades por las Fuerzas Armadas. La dictadura designó rectores delegados y pasó a controlar las distintas universidades chilenas. Buena parte de la planta docente fue expulsada, reprimida y perseguida, debiendo salir al exilio. En segundo lugar, se instaló un proceso de desmantelamiento y fragmentación de la Universidad de Chile, que de ser una universidad nacional paso a ser local y limitada a la región metropolitana. En tercer lugar se intentó eliminar de la formación universitaria todas aquellas disciplinas que pertenecían al ámbito de las humanidades, como la filosofía, la historia, la sociología, etc. En cuarto lugar, se aplicó un rápido proceso de reducción del aporte fiscal que durante los últimos años de la dictadura bajó en un 50%, dejando un vacío en el presupuesto universitario que debió ser llenado con el aporte de las familias de quienes estudiaban. La llegada de los gobiernos de la Concertación culminó este proceso, eliminando el otro 50%, y lo que era la Universidad estatal y pública chilena, dejó de ser una universidad gratuita, para convertirse también en una institución librada al lucro.
  Desde ese momento la mayoría de los males que aquejan a nuestras universidades vienen de este hecho. Alumnos y alumnas endeudadas de por vida, sometidos a la represión bancaria por la morosidad en sus pagos; eliminados de las universidades por no pagar, cuotas de alumnos por curso dictadas por lo que es económicamente más rentable; la aparición de los profesores honorarios (los llamados profesores taxis: prestadores de servicios externos), reducción del académico que tenía obligaciones universitarias en el plano de la docencia, la investigación y la extensión, a la mera condición de docentes. Por otra parte la investigación dejó de ser una actividad propia de la unidad académica, a través de un aporte regular de fondos, para pasar a ser centralizada a nivel nacional, fuera del espacio específicamente universitario, y regulada por concursos anuales, cuyos criterios de selección siguen siendo ajenos a los intereses de las unidades académicas y muchas veces a los propósitos de las mismas universidades. Por último, la extensión que significa la salida de la universidad al medio quedó reducida al márquetin.
  Por otra parte la relación que en el ámbito de la educación superior existía entre profesor y alumno pasó a ser regida por el dinero, y el alumno se transformó en un cliente y la educación en un bien de consumo, que quien lo quiera debe pagarlo, y caro. El dinero invadió así de lleno la esfera de la educación, y pasó a regularla. La universidad chilena quedó reducida a la condición de una empresa que vende sus productos a un tipo de clientes que son los alumnos. La condición de alumno-cliente se universalizó, no solo a nivel de pregrado, sino también en el posgrado. Diplomados o actividades de extensión, se hacen buscando rentabilidad. La formación continua, la proyección de la universidad hacia quienes no pudieron pasar por sus aulas, el perfeccionamiento, todo está regido por las leyes de la ganancia. La marca del neoliberalismo es una huella que será muy difícil de borrar en la educación superior chilena, porque ha convertido la calidad en cantidad. Si una práctica pedagógica regida por criterios de calidad supone pocos alumnos por profesor, la ley del mercado impuso criterios cuantitativos económicos que impone que haya muchos alumnos por profesor, avanzando a los límites más negativos de esa práctica, es decir que la clase debe ser principalmente expositiva. De donde se desprende que no podremos hablar de calidad en la educación chilena mientras la práctica pedagógica misma esté regida por criterios cuantitativos. Los alumnos deben escuchar, no investigar.
Pero no solo la ley de la ganancia, es hoy en día la marca distintiva de las universidades chilenas, también están aquejadas por una carencia de democracia que es resultado directo de la huella que la Dictadura militar dejó en ellas. De los tres segmentos que comprende la vida universitaria, solo los profesores, y con gran dificultad, han podido estar presentes en la gestión universitaria, pues tanto los alumnos como los administrativos, que son los otros estamentos básicos de la comunidad universitaria, quedaron excluidos e imposibilitados por ley. El otro componente de este déficit de democracia universitaria, atañe a la forma como se dirimen los asuntos universitarios. El sentido de la gestión de lo que podríamos llamar el poder universitario. Los criterios democráticos que tanto la reforma universitaria de 1968, como el período de Allende habían instalado en las universidades, y que se distribuía entre la comunidad universitaria, buscando un equilibrio entre la decisión unipersonal y los cuerpos colegiados, se abolieron para instalar una gestión puramente vertical de poder.
  Esta transformación de la educación superior atrajo inversionistas nacionales y extranjeros al lucrativo negocio de las universidades. Las universidades comenzaron a ser tranzadas, cotizadas en la bolsa, compradas y vendidas. Empresarios, consorcios universitarios, connotados personajes de la política nacional, comenzaron a lucrar con la educación superior. No era la calidad lo que importaba sino la rentabilidad del negocio que se estaba haciendo.
  El movimiento estudiantil de 2011, (que tomó el relevo de la “rebelión pingüina”) pasó a ser la primera embestida seria en contra del lucro. Si bien no logró erradicarlo, motivó un cierto cambio de mentalidad, un cambió en los criterios del sentido común de la época al respecto. Es decir, la idea que quien quería educarse debía pagar por su educación. Idea popular que tanto la Dictadura como la Concertación habían logrado arraigar en la sociedad chilena comenzó a desaparecer del sentido común chileno. A pesar de lo logrado por ese movimiento el lucro sigue rigiendo. Los gobiernos que se han sucedido desde el 2011 hasta hoy no han logrado erradicarlo, o peor aún lo han acentuado o adaptado, y siguen actuando como si la educación chilena fuera un bien de consumo personal y no un deber del Estado.
 
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  La imagen de Chile como excepción –u oasis según la triste metáfora del presidente Sebastián Piñera– en el panorama latinoamericano nos acompaña ya por siglos. La historiografía nacional se ha encargado de poner en tela de juicio tal afirmación mostrando que nuestra historia tiene de violencia mucho más de lo que nos gusta reconocer; sin embargo, en términos estrictamente comparativos, aquella excepcionalidad tiene base: en el recuento de golpes de estado, de guerras civiles, de masacres, de crisis institucionales, en fin, Chile sale bien parado frente a países donde aquello ha sido recurrente. Por lo mismo, debemos examinar si el estallido social de octubre es nuevo indicio de aquella excepcionalidad o si más bien sintoniza con lo que está ocurriendo en el continente.
  El estallido de octubre en Chile, el país manso que gozaba de las mieles de una supuesta y extensa prosperidad económica, ha puesto en jaque al neoliberalismo allí donde parecía mejor entronizado. Que el hecho haya sucedido en Chile marcaría la intensidad de un rechazo que, con matices, se estaría expresando a nivel continental (y hasta mundial). Ahora bien, ese rechazo es respuesta a una ofensiva neoliberal que de forma sigilosa intentaba desplegarse pero que, para su desgracia, no pasó inadvertida.
  Una perspectiva histórica sugiere que los países de América Latina experimentan coyunturas críticas de manera más o menos simultánea. Ahí está el nacimiento mismo de estas naciones, cuya independencia fue alcanzada, en su gran mayoría, al cabo de dos décadas. Ya en el siglo XX, la crisis económica de 1929 detonó la aparición del populismo y el eclipse del régimen oligárquico. Más tarde, entre los cincuenta y los sesenta y en apenas cinco años cayeron largas tiranías en Colombia, Venezuela, Cuba y República Dominicana. Luego advinieron las dictaduras militares, de derecha y de izquierda; las transiciones en los ochenta, etc. De manera que no sería de extrañar que estuviésemos entrando en una de esas bisagras de la historia, en el umbral de una nueva época.
  Si nos acotamos a lo que ha sido la historia del siglo XXI podemos observar también ciclos que aparentaron empujar a nuestros países en determinada dirección. En la primera década irrumpió lo que se conoce como marea rosa, una cierta hegemonía de gobiernos de izquierda o centroizquierda en un importante conjunto de Estados (Argentina, Brasil, Chile, Venezuela, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Cuba, etc.). Le sucedió una ola conservadora, observable en la segunda década, con gobiernos de derecha o centroderecha en un buen número de naciones; mientras, las repúblicas bolivarianas se articulaban en un sustantivo eje. En los últimos años la restauración conservadora ha adquirido bríos renovados que con Bolsonaro en Brasil y el reciente golpe en Bolivia anunciarían un giro hacia una extrema derecha insuflada, además, de fundamentalismo religioso.
  Llegamos así a la coyuntura actual, plena de incertidumbres, donde el rasgo más claro sería el repudio al neoliberalismo, tanto a aquel ya asentado (Chile, Colombia), como al que pretende (o pretendía) reimpulsarse (Ecuador, Argentina, Haití, Paraguay). Una expresión, en cualquier caso, heterogénea y difusa que, si bien brota ante medidas económicas puntuales, esconde tanto si impugna el sistema entero, como si promueve un modelo alternativo.
  En términos de política tradicional existe un relativo equilibrio. Hacia la izquierda, al margen de la estoica estabilidad cubana, Nicaragua y Venezuela parecen haber sorteado sus días más críticos, aunque aún se hallan a distancia de terreno sólido. La centroizquierda ve con entusiasmo a López Obrador en México, al electo Alberto Fernández en Argentina, y al liberado Lula en Brasil, pero lamenta el triunfo de Lacalle Pou en Uruguay, que termina con el largo dominio del Frente Amplio. Y en la derecha, pese a que, como vimos, varios gobernantes enfrentan el desafío de protestas y rebeliones, la expectativa es todavía alta por lo que pueda hacer Bolsonaro en Brasil, la autoproclamada Áñez en Bolivia e incluso Vizcarra en Perú. (El gobierno de Lenín Moreno en Ecuador es un caso en definición).
  Más allá de las particularidades nacionales, América Latina enfrenta hoy problemas comunes, de larga data algunos, de (relativa) reciente aparición otros. Entre los primeros se encuentran la corrupción, con el agravante de que en estos años se han visto involucrados directamente los propios jefes de Estado; el militarismo o el poder que conservan las fuerzas armadas; la injerencia de Estados Unidos, avivada por Donald Trump y vehiculada sin pudor por la OEA; la marginación de los pueblos indígenas. Entre los segundos, las organizaciones armadas paramilitares, incluyendo el narcotráfico; las oleadas migratorias gatilladas por la pobreza; las operaciones de la banca internacional y las transnacionales; la concentración de los medios de comunicación al servicio de los poderes hegemónicos. Asimismo, se ciernen sobre el continente amenazas transversales, como el cambio climático, los extremismos religiosos, los acuerdos económicos internacionales y la globalización. Párrafo aparte para las nuevas formas de intervención militar (y extranjera): los golpes de Estado son hoy más sutiles, al grado que pasan desapercibidos…
  Volviendo a Chile, el estallido de octubre empalma parcialmente con los fenómenos que han emergido en otros puntos de América Latina, sobre todo en lo que atañe al capitalismo y sus ajustes o paquetazos. Pero intuimos que obedece en rigor a una larga acumulación de inequidad, abuso y exclusión que se sincronizó con la lenta reconstitución del tejido social que la dictadura de Pinochet había pulverizado.

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