Job Hernández Rodríguez - México hoy. Comprimido marxista sobre el Estado y la crisis estatal





México hoy
Comprimido marxista sobre el Estado y la crisis estatal

Job Hernández Rodríguez*





Primera parte


  México atraviesa por una transformación de grandes dimensiones, que involucra la totalidad de sus condiciones de reproducción social, material y espiritual. Los cambios más notables son: la modificación del patrón de reproducción de capital, una nueva situación en el cuadro de las clases sociales y sus relaciones de antagonismo, la crisis de la formación estatal surgida de la revolución mexicana y la inclusión subordinada pero plena de la economía mexicana al área norteamericana. Todo esto puso en cuestión cuanto conocimos como “nación mexicana”
  Una manera rápida y condensada de nombrar las múltiples dimensiones de esta transformación es decir que México entró en una nueva fase de desarrollo capitalista, con sus consecuentes desajustes entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales vigentes. Dos fenómenos pueden ser invocados para dar cuenta del proceso: un nivel más alto de concentración de capitales que ha culminado con la consolidación de una burguesía monopólica altamente “competitiva” a nivel internacional; y una ampliación de la población que no posee nada más que su fuerza de trabajo para sobrevivir, sin importar la forma particular de relación laboral con que esta necesidad se solventa.
  En consecuencia, hay un ataque generalizado a la pequeña propiedad y a la propiedad colectiva (comunal o estatal) a través de la puesta en operación de la despótica competencia capitalista y la reactualización de los mecanismos de la acumulación originaria de capital, ambos mecanismos aprovechando el uso exclusivo por una clase de todos los recursos del estado, incluyendo el monopolio de la violencia. En este proceso destaca la destrucción de la pequeña propiedad rural, mestiza e indígena, ejidal y comunal, lo que resquebrajó el bloque histórico en el poder que integraba de manera subalterna a los pequeños productores rurales, los de la economía de subsistencia e intercambio mercantil simple de los excedentes, incorporados mediante el reparto agrario y los obstáculo jurídicos a la existencia de un mercado de tierras.
  Otra necesidad era minar el poder acumulado de la aristocracia obrera asentada en los ejes tradicionales de la acumulación capitalista, ramas industriales y extractivas, sobre todo de las llamadas empresas estatales. Esta era una condición básica para la reducción general y significativa de las remuneraciones al sector de asalariados modernos, pues dichos segmentos de la clase trabajadora eran retribuidos por encima del promedio nacional y constituían el referente de las demandas salariales del conjunto de la clase, así como de sus condiciones contractuales. El resultado es que también aquí se erosionó uno de los pilares del bloque histórico en el poder, dada la confrontación directa con los sindicatos de todo tipo, que no cesa y cuyos ejes programáticos se hallan contenidos en los proyectos de reforma a la Ley Federal del Trabajo donde se resume la utopía capitalista de un mundo sin trabajo organizado. A este resultado se llegó también por la vía de la recomposición capitalista que generó una clase trabajadora precaria y no sindicalizada como fuerza de trabajo mayoritaria.
  Las transformaciones del bloque en el poder fueron comandadas por un capital monopólico surgido al cobijo del llamado «régimen de la revolución», que era su producto más genuino a contracorriente de toda su retórica nacionalista y populista y que, como en las antiguas tragedias griegas, terminó devorando al padre. Surgida de los entresijos de una estrategia de desarrollo capitalista pretendidamente centrada en el mercado interno e impulsora de la industrialización, además reforzada con el remate de los bienes estatales, la gran burguesía monopólica fue un factor clave en el desfondamiento de la formación estatal emanada de la revolución mexicana, al actuar como «factor real de poder» o «fuerza extraparlamentaria» por excelencia, que saltó por encima de todas las reglas impuestas para la confrontación política controlada hasta declarar sin cuartel una guerra generalizada del capital contra el trabajo, una guerra de la burguesía contra la nación y una dominación sin compromisos.
  Así se minó la estabilidad política de la formación estatal emanada de la revolución mexicana, víctima mayor de la reestructuración capitalista. En el proceso visto en su conjunto, se puede apreciar el cumplimiento estricto de las leyes de la confrontación política en sociedades capitalistas enunciadas por el marxismo, en torno de las cuales terminaron gravitando irremediablemente todos los intentos por ensayar «vías originales» de desarrollo nacional sin romper con el capitalismo y de encasillar la lucha de clases al interior de una supuesto «estado neutral» o de «conciliación» comandado por un sector «nacionalista» de la burguesía. Todos esos intentos y la retórica asociada a ellos catapultaron el desarrollo del capitalismo y nos llevaron al callejón sin salida en que nos encontramos.


Segunda parte


  Junto con las dimensiones institucionales, entró en crisis la dimensión ideológica (el orden imaginario y simbólico de la dominación) sustentada en algunas proposiciones cuidadosamente construidas:

 a.- Que el llamado “régimen de la revolución” se expresaba en un estado singular o “propio” situado por encima de los antagonismos sociales, tomando un carácter neutral o de “conciliación” en el conflicto de clases.

b.- Que era el legítimo heredero de las vertientes populares de la revolución aliadas con cierta “burguesía nacional” para el desarrollo autónomo del país frente a la amenaza del imperialismo norteamericano y de las oligarquías tradicionales.

c.- Que los intereses de una clase particular, incluso de una fracción de ésta clase, eran los intereses de la totalidad de la nación, lo que significaba que la modernización capitalista en cualquiera de sus formas beneficiaba a todos y establecía los límites de la “discusión política razonable”.

  En torno de estas proposiciones gravitó fuertemente el imaginario político de amplias capas de la población mexicana y de sus expresiones organizadas, incluyendo a la gran mayoría de las opciones de izquierda, que construyeron su estrategia con la idea de incluir a toda costa en el bloque revolucionario a dicha “burguesía nacional” o a la llamada “izquierda del régimen” y redactaron sus programas expresando su intención de concluir, satisfacer de mejor manera o desarrollar el programa de la revolución mexicana.

  La crisis del estado mexicano, por consiguiente, trae aparejado el fenómeno positivo del fin de la ideología de la revolución mexicana o, por lo menos, de su debilitamiento acelerado. Poco a poco, los actos sacralizadores del estado, los rituales legitimadores del régimen, comenzaron a mostrarse como vacíos o afianzados en el aire: una a una fueron abandonadas las ceremonias y ritos que en fechas determinadas representaban en escena el pacto de dominación establecido con las clases oprimidas, explotadas y subalternizadas. La naturaleza de clase del estado mexicano se mostró desnuda, hasta desembocar en la declaración de un estado “de los empresarios y para los empresarios” y en la instauración de una democracia sostenida por las bayonetas, en una retracción al estado-fuerza donde se aprecia sin mayores esfuerzos al estado como «aparato de dominación de una clase por otra» y  como «junta que administra los negocios de la burguesía».
  El fenómeno que sintetiza todo lo anterior, y que puede ser una definición aceptable de “crisis estatal” es que la clase dominante enfrentó cada vez más dificultades para mostrarse como dirigente, es decir, para presentar su dominación como ejercida en interés de la nación o del “pueblo” en su conjunto y no en interés de una clase particular. La presentación de la dominación burguesa como en interés de la totalidad de una nación o en interés de “todo el pueblo”  es la forma particular en que se ejerce la dominación política en las sociedades modernas, dada la imposibilidad de sustentarse en la mera fuerza, en la presentación descarada de las asimetrías sociales o en el argumento teológico de la delegación divina del poder. En el caso que nos ocupa, la dominación burguesa encuentra cada vez mayores dificultades para presentarse como mando legítimo mediante los mecanismos tradicionales, incluidos los meramente simbólicos. Los antagonismos sociales surgidos de la producción no encuentran formas efectivas de ser suturados en el ámbito de la política.


Tercera parte


  En vista del desfonde general del “antiguo régimen”, vuelto una cuestión candente a partir de 1994, la clase dominante puso en marcha una reforma del estado controlada y desde arriba, expresada en el deseo de una “reforma política” o “transición a la democracia”, aprovechando que esto entroncaba con viejas aspiraciones de un amplio abanico de sectores de la sociedad mexicana, populares y oligárquicos, de izquierda y de derecha. Este proceso, alentado incluso por los Estados Unidos mediante fondos otorgados a manos llenas a organismo civiles, promovió la transición ordenada e impuso el imaginario político de la democracia liberal como el único rumbo posible para el reordenamiento de la sociedad mexicana. Su mayor éxito es la instauración de la idea de que se trata de la única democracia posible y deseable y no de la forma política más adecuada a la dominación burguesa o, dicho de forma más cruda, del perfeccionamiento de la dominación burguesa.
  Pero el relevo de las fuentes de legitimidad, ahora asentados en la libre elección de los gobernantes, entró rápidamente en desgaste hasta sufrir el descalabro mayúsculo de 2006. Ya antes, el reto planteado por los zapatistas en relación con los Acuerdos de San Andrés había servido para quitar mucho del lustre a la llamada “transición a la democracia” o, por lo menos, para visualizar sus verdaderos alcances, en este caso en un tema central de la constitución del estado mexicano: su relación con los pueblos indios, incapaz de ser modificada en los marcos de un juego parlamentario y judicial que prontamente evidenció la permanencia de sus tradicionales rasgos oligárquicos. Este y otros acontecimientos, generalizaron la idea de que no valía la pena participar en elecciones cuando los programas partidarios en temas cruciales era prácticamente el mismo, incluido el “modelo económico” o cuando el recurso del fraude electoral se podía ejercer con completa impunidad.
  La reforma ordenada, que muchos de sus corifeos hoy dan por trunca o muerta, no alcanzó para meter al país en una fase de estabilidad política duradera. Lo que se había intentado era una readecuación estatal que se correspondiera con el nuevo nivel de desarrollo capitalista que vive México. Sin embargo, la recomposición estatal entró en una fase de imprevisible resultados, con desbordes violentos de todo tipo, desde arriba y desde abajo. Y se entró en un periodo crítico por excelencia: un momento donde lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no alcanza a nacer.
  Se trata, sin embargo, de un interregno incapaz de ser prolongado demasiado tiempo. De manera general, el país se mueve entre dos posibilidades de futuro inmediato:

a.- La recomposición ordenada y conservadora del estado encuentra nuevas vertientes de expresión y consolida la dominación sobre nuevas bases sin cambio alguno del rumbo económico, incluyendo aquí una suerte de reedición de los estados nacional-populares conducidos por las vertientes más moderadas de la burguesía que intentan “limarle las aristas más filosas al erizo neoliberal” y contener o reconducir a su favor el descontento social.
b.- La clase dominante busca una salida hacia afuera y hacia arriba del espectro de dominación culminando la cesión de sus funciones de control al imperialismo norteamericano.


Cuarta parte


  Por supuesto que una salida más radical también se procesa en el ámbito popular o “desde abajo”. No se trata del antipoder, contrapoder, de la apuesta por “cambiar el mundo sin tomar el poder” o de un “más allá del estado y del poder”. Mucho menos se trata de la abolición directa e inmediata de la dominación y del estado, o de la sustracción de rebanadas de poder ahora pretendidamente situadas fuera de la influencia del capital. Más bien, son ensayos restringidos de nuevas formas de vivir en comunidad, organizar la voluntad soberana y administrar la vida colectiva, es decir, de refundaciones creativas de la relación de poder, incluidas las reglas de la representación política. Se trata de un poder popular y de autonomías locales, ambos de carácter predominantemente rural, que sobreviven cercadas por la ofensiva militar y que en medio del desorden general inventan nuevas formas de administración de justicia, desarrollan sus órganos de gobierno, articulan sus propios sistemas de educación, promueven sus redes de salud pública, garantizan la paz, favorecen la comunicación comunitaria, etc. Pero desarrollan un esfuerzo aislado de las fuentes urbanas de abastecimiento político, donde vive ya la gran mayoría de la población mexicana, lo que pone en entredicho su existencia futura. Pueden ser la fuente regeneradora de la vida nacional, pero lo cierto es que hasta ahora todos sus intentos por acumular y concentrar fuerza han sido contenidos. Además, no podrán eludir demasiado tiempo la confrontación definitiva, a riesgo de perecer, dado que una  máxima de oro de la confrontación política en sociedades clasistas es que el poder no se comparte en ninguna cuantía y se ejerce de manera exclusiva, lo que hace inevitable que la «guerra de posiciones» se acompañe de la «guerra de movimientos» y que todo se corone con una insurrección de corte clásico definida como «asalto a la fortaleza del estado».
  En esta situación, el casillero aún vacío de la confrontación política en México es el que corresponde al proletariado. Se trata del factor todavía ausente en la lucha de clases del México contemporáneo. Esto explica un tanto la incapacidad popular para sacar al país del bache, la insuficiencia de fuerza para operar una transformación radical. La disputa, cuyas primeras llamaradas se avistan en el ámbito rural, se resolverá definitivamente en las ciudades, con la entrada al escenario de la clase que vive del trabajo. Hablamos de una entrada real: con independencia y conciencia de clase, con organización propia, con programa específico y a través de sus formas particulares de acción.
  La hipótesis de que todo se resolverá con la entrada del proletariado y en el escenario urbano no es un artículo de fe: es resultado del análisis concreto de una situación concreta. En México, el desarrollo del capitalismo ha acelerado despiadadamente el cambio del país de rural a urbano y la proletarización de la sociedad. Vivimos una situación de desarrollo capitalista acelerado, donde el proletariado es una clase de continuo y veloz engrosamiento: más allá de las operaciones ideológicas de encubrimiento, el proletariado existe, es la clase social mayoritaria, continúa creciendo y sigue gozando de una posición determinante en la lucha.
  El problema, más bien, es remontar los resultados de la estrategia que se ha dedicado pacientemente a quebrar el poder de clase y la función el proletariado como soporte fuerte del bloque popular. La ausencia del proletariado o su peso hasta ahora irrelevante en la lucha no es un resultado natural que tengamos que ver cumplirse a la manera de la ley de gravitación universal. Es un logro de la ofensiva político-militar de la burguesía, que incluyó el frente ideológico donde obsesivamente se repitió el “adiós al proletariado” y se montaron innumerables operaciones de invisibilización de esta clase social. Por eso, la primera y elemental medida es «volver al proletariado» si queremos resolver a nuestro favor la confrontación política en el México que nos tocó vivir.



* Doctorante del Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la UNAM.

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